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Parece que por fin alguien ha tomado una decisión sensata que nos librará de la basura putrefacta que ha emitido la televisión durante décadas, encumbrando a los cielos de la fama a verdadera gentuza incapaz de hacer otra cosa que vociferar y vomitar sandeces con un micrófono en la mano. No me lo creo del todo, por supuesto. Todo ese circo de gente sin oficio ni beneficio se buscará otros recovecos en los que colarse para inocular su veneno a la audiencia. De hecho, lo vemos en la prensa también. Si años atrás las revistas de papel couché se llenaban de princesas, reyes, aristócratas y artistas que exhibían su refinado estilo de vida, hace ya mucho tiempo que han sido colonizadas por esos personajes televisivos que proceden de lo más bajo de la sociedad y solo ofrecen mal gusto, pésima educación y ganas de pelea. Un fielísimo espejo para amplias capas de la población que, en vez de soñar con alcanzar la gloria hollywoodiense o ingresar en los salones de baile de la nobleza europea, parecen querer aspirar al pelotazo mediático: ser una hortera, analfabeta, mal vestida y ordinaria y cobrar un pastón por pegar cuatro gritos a otra persona igual de horrible que tú. Espero de verdad que esto se haya acabado, porque tiene mucho que ver con fenómenos recientes que causan preocupación: la falta de vocación, el nulo interés en el esfuerzo, el estudio, la cultura, el afán por progresar en la vida a base de dedicación y talento. Muchos jóvenes se inclinan ya por la carrera meteórica que exhiben en televisiones, webs y redes sociales las nuevas estrellas del firmamento del famoseo: influencers, tertulianos, concursantes de infames programas pseudopornográficos, hijos de, novias de y modelos de tres al cuarto.