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S oy muy fan de la cocina de gas y me fastidiaría tener que olvidarme de ella y usar las horribles vitrocerámicas porque se trata un combustible fósil y ahora es anatema. A ver, entiendo las neurosis por el cambio climático, pero a mí me da la sensación de que detrás de todas las maniobras que estamos viendo últimamente –que se iniciaron con la cruzada personal de Greta Thunberg– se esconden más intereses comerciales y estratégicos que el amor por el planeta. Al fin y al cabo, los gigantes industriales del mundo miran para otro lado y siguen contaminando a placer mientras nos exigen a los pequeños consumidores –con un impacto mínimo– que hagamos toda clase de sacrificios. Y nadie parece tener el menor interés en controlar la natalidad, bien al contrario. El caso es que el Estado de Nueva York –en la ciudad ya había ocurrido con anterioridad– ha prohibido que en los edificios de nueva construcción se emplee el gas como combustible para cocinas y calefacciones. ¿Y cuál es la alternativa? ¡La electricidad! Hasta que empezó la guerra en Ucrania, el gas que consumíamos en España resultaba barato, mientras la luz se subía por las paredes. Ahora han cambiado las tornas, veremos si la tendencia se mantiene o varía con el tiempo y las circunstancias. En Estados Unidos aún siguen en esa situación, pagando poco por el gas –es el primer productor del mundo– y mucho por la electricidad, así que el cambio repercutirá de forma letal en el bolsillo del ciudadano de a pie. Y, sin embargo, los que han liderado las protestas son quienes, como yo, prefieren cocinar al calor de la llama y temen perder ese placer. La gobernadora les ha tranquilizado, pero sospecho que de aquí a unos pocos años esto se ha acabado.