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Los americanos se refieren al equipo que gana los playoffs de la NBA como campeón del mundo, y aunque la NBA nunca haya sido un campeonato mundial todos sabemos que es verdad. Como sabemos, por lo mismo y a la vez por lo contrario, que los campeonatos del mundo de motociclismo más bien lo son, según los años y con el permiso del Quartararo, Stoner o Haydn de turno, poco más que de Italia o de España. No es de extrañar, pues, que en medio de tanta paradoja termináramos por celebrar como justo allá por 1999 que el bueno de Emilio Alzamora se proclamara campeón del mundo de 125 sin ganar ni una sola carrera con su Honda, logrando así confirmar, con las matemáticas en la mano (Champi Herreros ya lo había demostrado antes y con una Derbi), que se podía ser el mejor al final del año sin haberlo sido ninguna semana. A santo de qué, si no, íbamos a hacer nosotros como los franceses, que no le perdonaron nunca a su compatriota Walkoviak, aquel don nadie al que solo se le conocía una victoria de etapa en la Vuelta a España, que fuera capaz de conservar algo más de un minuto de esa media hora larga de ventaja que sacó en las primeras etapas llanas del Tour del 56 y llegara vestido de amarillo, y rojo de vergüenza, a París. A santo de qué, ya digo. Porque fueron también esas mismas matemáticas caprichosamente aplicadas al deporte las que en 1999 –un año para los anales de la aritmética– convirtieron a Carlos Moyá en el número uno del tenis mundial cinco minutos después de que perdiera la final de Indian Wells ante un tal Philippoussis en cinco sets.