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Uno de los signos distintivos de muchas autocracias es el de haber nacido de regímenes formalmente democráticos y aprovechar la estructura de partidos para acabar poniéndolos al servicio de un líder, desnaturalizando sus bases ideológicas y marginando, reprimiendo o suprimiendo la oposición. La lista sería interminable y comenzaría con la dictadura comunista instaurada en Rusia en 1917, pasando por los regímenes fascistas y nacionalsocialistas, el franquismo, los totalitarismos de posguerra en el Este de Europa, China, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Nicaragua y un largo etcétera. Algunos de estos regímenes conservan instituciones propias de las democracias parlamentarias, incluso abrazan ciertas formas capitalistas, pero todo ello tan adulterado que se trata de una mera pantalla para difuminar la cruda realidad.

España es todavía una democracia parlamentaria avanzada, pero no debemos descuidar determinados indicadores que, de expandirse, podrían conducirnos al drama que viven muchos pueblos. Nadie está a salvo ni protegido de ese virus, ni siquiera los Estados Unidos, como evidencian los últimos acontecimientos que rodean a Donald Trump.

Yolanda Díaz presentó su iniciativa personalista impulsada por el deseo de Pedro Sánchez de acaparar el poder de decisión sobre toda la izquierda y soslayar la incomodidad que le produce al presidente mantener como socio a un Podemos que a día de hoy todavía responde a los designios regidos por la testosterona de Pablo Iglesias. Sánchez sabe que personajes como Irene Montero, Ione Belarra y el propio Iglesias restan votos a la izquierda en su conjunto porque causan rechazo, bien por su catastrófica gestión –ley del sí es sí, ley trans, ley de bienestar animal...–, o bien directamente por su antipatía y prepotencia.

Sánchez busca, obviamente, tener un socio a su izquierda que, siendo más radical que el PSOE en sus postulados, le sea leal y mantenga posiciones constantes.

Díaz, de formas amables, no es menos radical que Iglesias –ahí están, en la red, sus vomitivos discursos loando la figura del ‘comandante Hugo Chávez’–, pero, en cambio, es mucho más inteligente que el macho alfa del comunismo español, que en unos pocos años ha dilapidado una expectativa que llegó a poner en jaque al socialismo.

Pedro Sánchez busca consolidar en la izquierda un pseudopartido único PSOE-Sumar que aglutine a todo el electorado socialista y comunista para garantizar su supervivencia política. Ese es su único fin, y no otro. Si para ello tiene que sacrificar las bases socialdemócratas que sustentaron al PSOE desde la Transición y hasta su llegada al poder en 2018, lo hará. Tampoco dudará en hacer todo lo imaginable para alejar del Parlamento a Iglesias y sus sucesoras.

A la oposición, además, trata de deshumanizarla, con unos discursos de tinte guerracivilista que atribuyen al adversario epítetos maniqueos y sin matices como los de fascista o corrupto. El invento no es nuevo. Franco se apropió también de los partidos conservadores y tradicionalistas existentes y los refundió con una Falange a la que desvirtuó por completo para ponerla a su servicio, en ese engendro denominado Movimiento Nacional que solo los mayores recuerdan y que fue el instrumento político al servicio del dictador.