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A los pocos días de su presentación en sociedad del nuevo Cuerpo de la Guardia Civi, en octubre de 1844, el presidente del Gobierno, general Narváez,se dirigió al Teatro de la Ópera en su carruaje de caballos; en las proximidades del coliseo un guardia civil le dio el alto. El cochero al pescante le invitó a que se apartara y dejara el paso franco, pues llevaba al primer ministro en la carlinga. El guardia dijo que tenía orden de no dejar pasar a nadie y le indicó cual era el camino que debería seguir. El cochero arreó los caballos para amedrentar al agente, pero éste levantó su fusil diciendo: Solo pasarán por encima de mí y de mi arma. Ante tan firme determinación, el general ordenó al de las riendas que siguiera las indicaciones del guardia. Al día siguiente llamó a su despacho al Duque de Ahumada, el director y fundador del Cuerpo, y le contó el peculiar incidente ordenándole que expulsara de inmediato a tan atrevido guardia. Narváez era un tipo orgulloso, vanidoso y, a veces, se excedía en el castigo. El Duque le conocía bien, eran amigos, por lo que no quiso negarse a cumplir su orden. – Mañana mismo el guardia estará expulsado. Al mismo tiempo puso su batón de mando encima de la mesa y le dijo: Te presento mi dimisión, pues el guardia lo que hizo es cumplir con su deber y si a los que actúan como les hemos enseñado los expulsamos, nunca podremos contar con el Cuerpo que nos hemos propuesto. El general rectificó.

Marlaska es mucho más soberbio, más vanidoso y más rencoroso que Narváez. Llamó a la directora general de la Guardia Civil para que pidiera los informes de las pesquisas, que por orden judicial habían iniciado agentes del Cuerpo sobre la autorización de las manifestaciones feministas del 8 de marzo, advertidos por la misma juez que se guardara el preceptivo secreto de las actuaciones. La poco digna sucesora del Duque, hoy cesada por corrupción, disfrazada de Juana de Arco y ensalzada como Santa Teresa, para tapar lo evidente, le solicitó la información al coronel Pérez de los Cobos y éste se la negó aduciendo que era contrario a la Ley. No se podía esperar que la militante socialista que había sido derrotada dos veces como candidata a la alcaldía de Málaga, sin otros méritos que la fidelidad ciega al partido, pudiera adoptar la postura valiente y honesta de su antecesor. Al enterarse el truhan ministro de que no se le permitía conocer la instrucción secreta de las responsabilidades que podía tener el Gobierno de la pérdida de vidas a cago del covid, en aquellos actos autorizados por el interés del partido y en contra de las informaciones de que disponía, tomó la primera decisión de Narváez. Échelo. Además, con esta decisión aplacaba a los irredentos bilduetarras, que tanto odiaban al coronel por el que fueron perseguidos, y a los sediciosos catalanes, que se la tenían jurada des el 1- O.

Con la sentencia del TS ha quedado claro que Marlaska actuó arbitrariamente, y sabemos que lo hizo inflamado de soberbia, manchando de suciedad y oprobio su ya mugrienta trayectoria política. Ha utilizado a la Guardia Civil para sacar el foco del escándalo de Tito Neri, ha hecho una depuración de mandos muy distinguidos e irreprochables, ha retirado a los guardias de las carreteras de Navarra y ha devuelto a las prisiones vascas a todos los etarras por más años de cárcel que les queden por cumplir, en espera de que sean, poco a poco, tratados con beneficios penitenciarios. Y lo más imperdonable: la soberbia infinita del ministro, herida por la desautorización del TS, le ha hecho cometer la villanía de intentar manchar el honor del coronel calumniándolo. El trato dado por el ministro a los terroristas y secesionistas vascos y a los sediciosos catalanes que han atacado a España, ha sido bastante mejor que el recibido por la Guardia Civil, pese a que cientos de sus componentes murieron asesinados a manos de aquellos primeros por defenderla.

Marlaska ha recibido la lección que merecía de un leal servidor del Estado que tiene como credo el que le dejó el Duque de Armada: El honor es su principal divisa; debe, por consiguiente, conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.