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Si no empezamos pronto, George Lucas la volverá a cambiar», se lamenta impaciente Howard Wolowitz en un episodio de The Big Bang Theory mientras espera a que Sheldon Cooper se decida a ocupar su sitio en el extremo del sofá junto a su amigo hindú para ver juntos Star Wars una vez más. Yo, por de pronto, ya he empezado con las novelas de Agatha Christie. La primera, Diez negritos (que ahora se llama Y no quedó ninguno). Luego, todas las que ambientó entre Egipto y Mesopotamia y en las que los críticos han querido descubrir una serie de ramalazos xenófobos en el tratamiento de los personajes que no dudan en atribuir al rancio espíritu colonial propio de la época. De esas, los herederos de los derechos de la escritora, avergonzados por cómo escribía la abuela, también han dado permiso para cambiar lo que haga falta.

Quedamos avisados cuando el propio Lucas modificó una escena de la primera entrega de la saga de manera que Han Solo no fuera ya el primero en disparar en la cantina de Mos Eisley, convirtiendo así el asesinato del cazarrecompensas Greedo en un acto de legítima defensa. Desde entonces yo ya solo confío en que me dé tiempo de disfrutar de nuevo de Los tres mosqueteros antes de que a algún colectivo le parezca inapropiado el capítulo en que D’Artgnan se mete en la cama con Milady de Winter haciéndose pasar por su amante el conde de Wardes y, reclamando justicia al grito de yo si te creo, Milady, consiga que también reescriban a Dumas y de esta al pobre gascón no le salve ni la reina.