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Cuando el cine necesita que una actriz hermosamente ataviada de grandes saltos pelee contra toda clase de enemigos multitudinarios, maneje la espada, el arco y las dagas, lance patadas certeras y se quite malvados de encima con las manos desnudas, suele recurrir hace décadas a Michelle Yeoh, actriz, bailarina, coreógrafa y productora de origen malayo. Porque la señora Yeoh hacía todo esto a la vez, y en todas partes, desde pelis de artes marciales a triunfar en una de Bond, y consagrarse en Tigre y Dragón. Hasta en una pomposa secuela de Star Trek aparecía Yeoh.

Considerada la mejor heroína del cine y una de las 50 personas más bellas del mundo por la revista People en 1997, juicio que en 2009 corrigió a «una de las 35 bellezas de todos los tiempos» (adelantó 15 puestos con la edad, un prodigio), la prestigiosa Time la nombró una de las 100 personas más influyentes del mundo. Y eso que aún no había protagonizado Todo a la vez en todas partes, gran acaparadora de premios y sensación cinematográfica del año.

Las épicas tribulaciones (universales) de un ama de casa con un negocio deficitario, un marido tonto, una hija repelente y un anciano padre cabroncete, que ilustra a la perfección el viejo dicho de mi abuela: «Una tiene que estar en todo». Chorrada de peli, sí, pero con Michelle Yeoh repartiendo estopa por todos (todos) los universos paralelos, a fin de agotar (totalmente) las posibilidades de acción. Una belleza de acción, y seria; nada de mohines y sonrisitas.

Asiática, algo que Hollywood valora mucho últimamente. Da gusto ver a la señora Yeoh, nos alegramos mucho de su Oscar, y si para ganarlo hay que hacer una idiotez de película, pues se hace. La magia del cine. Por eso, la alfombra roja, aunque sea de color champán, sigue llamándose la alfombra roja. Porque lo es.