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Una de las figuras de nuestro entramado jurídico-público que peor está funcionando desde hace algunos años es la figura de los Decretos-Leyes. Este tipo de normas estaba previsto inicialmente en la Constitución española sólo para el Gobierno de la Nación, pero la reforma de algunos Estatutos de Autonomía a partir de 2006 la introdujo también en los nuevos estatutos reformados, como es el caso del Estatut de les Illes Balears de 2007. En cualquier caso, el presupuesto indispensable para poder dictar un Decreto-Ley por parte del respectivo Gobierno estatal o autonómico es que exista una situación de ‘extraordinaria y urgente necesidad’, lo cual muestra a las claras el carácter absolutamente excepcional que tienen estas normas.

Pues bien, en los últimos años se ha producido un uso y abuso continuado de esta figura, tanto a nivel estatal como autonómico. Veamos algunos ejemplos. Desde principios de 2007 hasta final de 2022, el Gobierno central ha dictado nada menos que 309 Decretos-Leyes. Dos Comunidades Autónomas que también ha hecho uso intensivo de la figura que comentamos han sido Cataluña y Andalucía: durante ese periodo han dictado 176 y 147 Decretos-Leyes respectivamente. Otras Comunidades han sido en cambio más discretas: por ejemplo, la C. Valenciana ha dictado 36 y Canarias 58. Por lo que respecta a nuestra Comunidad Autónoma, durante ese lapso se han dictado 84 Decretos-Leyes en total, aunque con notables diferencias entre una y otra legislatura: 8 en la de 2007-2011; 29 en la de 2011-2015; 12 en la de 2015-2019; y 35 hasta ahora en la 2019-2023 (10 en 2022), aunque hay que reconocer también aquí que una buena parte de ellos son debidos a la pandemia.

Esta utilización intensiva de los Decretos-Leyes se debe probablemente a las facilidades que esta figura supone para el Gobierno respectivo respecto a la hora de dictar una norma con rango de ley que puede modificar leyes anteriores: en efecto, el Gobierno de que se trate no ha de tramitar un anteproyecto de ley sometido a informe previo de diferentes organismos y con diversos estudios que lo han de acompañar; tampoco ha de seguir el lento y complejo procedimiento de aprobación de las leyes en el Parlamento, con una intervención intensa de los diferentes grupos parlamentarios; sólo está sometido a la posterior convalidación parlamentaria en el plazo de 30 días (pero por el procedimiento de lectura única); y, finalmente, estas normas tienen rango de ley, por lo que no pueden ser impugnadas ante los Tribunales de justicia sino sólo ante el Tribunal Constitucional, lo cual ocasiona en la práctica una escasísima impugnación de las mismas, en especial si son autonómicas. Por todo ello, creo que podemos afirmar en pocas palabras que algunos Gobiernos han visto en el Decreto-Ley un auténtico ‘atajo’ para poder modificar leyes anteriores de manera muy rápida, y lo utilizan profusamente.

Vemos entonces que esos Gobiernos han convertido el uso de los Decretos-Leyes en un modo alternativo de gobernar, haciendo del mismo un uso habitual e indiscriminado, cuando en cambio su configuración constitucional y estatutaria los ha diseñado con un carácter totalmente excepcional. Ello convierte de hecho su potestad de dictar tales normas en una auténtica potestad legislativa paralela y alternativa a la del Parlamento. Esta conducta no sólo supone una vulneración de lo establecido para este tipo de normas en la Constitución y en los Estatutos, sino sobre todo una alteración inadmisible de las relaciones entre el órgano máximo del poder ejecutivo (el Gobierno) y el órgano de representación popular o poder legislativo (el Parlamento), que es el que expresa directamente la voluntad de los titulares de la soberanía, que son los ciudadanos. En democracia, la necesidad de respetar el orden de producción de los distintos tipos de normas no es un tema menor, sino que es en definitiva un trasunto o reflejo del principio de separación entre los poderes del Estado, que como sabemos es un principio esencial de cualquier Estado de Derecho.