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De entre los personajes que he conocido, creo que no debería olvidar nunca a Juan Perucho, como firmaba las traducciones de sus obras, o Joan Perucho, como figura al frente de sus obras en catalán. Él decía que su apellido procedía de la ciudad italiana de Peruggia, que en realidad debería ser Juan Peruggio, o algo así. Su imaginación era fabulosa, de modo que debemos dar crédito a sus palabras, de las que doy fe.

A mí me decía que él y yo éramos escritores de la misma cuerda, y desde luego se refería a la cuerda fantástica. Era un personaje entrañable, insustituible, un gran hombre, grandísimo, Premio Nacional de las Letras Españolas. Se ganaba la vida ejerciendo de juez, pero su obra Las historias naturales está traducida por todo el mundo. Sin embargo, me extrañó no ver un retrato suyo en la feria de Fráncfort, cuando en 2005 estuvo dedicada a la literatura catalana, y en cambio sí lo vi de Mercè Rodoreda. Por no decir que no le dieran el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, que creo que habría honrado realmente con la calidad de su obra.

Me dijo una vez que estuvo diez años sin escribir obras de creación porque su novela Las historias naturales no se vendía. De hecho, no se vendió hasta que cambió la moda, supongo que con la era de acuario, regresó el gusto por lo fantástico y fue publicada en Estados Unidos. Es una triste realidad que a menudo, para darnos cuenta de nuestros tesoros, tengamos que esperar al refrendo de los extranjeros. Juan Perucho, Joan Perucho era un genio. Le repugnaba tener que ir a levantar cadáveres para ejercer de juez, le encantaba el arte y más que las naturales las historias sobrenaturales.

Tenía una casa en Albinyana, en Tarragona, con fantasma y todo. Una vez, viajando en tren a Gandesa, de donde era juez, un viejo le habló de los ‘no muertos’ y le despertó la idea de escribir un libro sentado en el comedor de su casa de Barcelona, a la vista de un cuadro de Tàpies que había comprado por tres mil pesetas con marco y todo cuando Tàpies empezaba. En 1993 me dijo que le ofrecían ochenta millones y nos fuimos a comer un arroz negro para celebrarlo.