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Ahora que el servicio militar no es obligatorio, la joven ciudadana Leonor de Borbón Ortiz tiene que comerse cuatro años de mili. Bien es verdad que la suya no es de aquellas de andar vagabundeando por los cuarteles, de llevar cortado el pelo al uno, de escaquearse todo lo posible y de hincharse a hacer guardias, sino una más fina y de vertiginosa promoción, pues se licenciará nada menos que de capitana generala, de jefa suprema de todos los Ejércitos habidos y por haber, pero no es menos cierto que una mili siempre es una mili, un marrón.

La joven ciudadana Leonor de Borbón Ortiz emparentará de algún modo con los millones de criaturas que en su día fueron llamados a filas: conservará de por vida, imborrables, los recuerdos de la mili, y tal vez algún amigo. Claro que no será exactamente un quinto, una quinta, ni le tocará África, ni le quedará demasiado ancho ni demasiado estrecho el uniforme, ni tendrá que idear mil ardides para pillar el pase pernocta, pues hará su mili de diseño en plan más señorito y no empezará de recluta, sino de caballero cadete, de dama cadete en su caso. Pero a la joven ciudadana Leonor de Borbón no sólo le han diseñado la mili, sino toda su vida, desde la cuna. Como le tocará ser reina, debe apechar con todos y cada uno de los requisitos que lleva aparejados semejante colocación, y uno de ellos es éste de tener que instruirse un poco en los arcanos de la milicia para poder figurar, además de como reina, como Generalísima de los Ejércitos. Algo absurdo es, pero absurdos como ese le esperan más en la vida que le han escrito sin que la muchacha pueda, en puridad, ni añadir ni quitar una coma.

Lo mismo Leonor, la única ciudadana española obligada a hacer la mili a estas alturas, saque algo en limpio de ella: a lo mejor aprende a pilotar aviones o a orientarse en el mar inmenso, sin contornos. De ser así, ya habría ganado más que aquellos millones de mozos conscriptos que cosecharon poco más que una terrible pérdida de tiempo.