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En el 8-M de 2020, las mujeres se echaron a la calle convocadas por la izquierda en un ejercicio temerario, pues el Gobierno sabía desde enero, que un virus devastador procedente de China había empezado a hacer estragos en distintas partes del mundo. Se lo habían advertido la OMS y la UE, entre otros organismos, con el objeto de que tomaran medidas preventivas; pero el Gobierno desoyó las advertencias y, más tarde, negó haberlas recibido. Y todo fue porque las que luego resultaron ser la banda de la tarta, respaldadas por el macho alfa, se impusieron a la razón y a cualquier advertencia y celebraron la manifestación feminista, que habían preparado con gran esmero, para dar noticia de que, desde aquel momento, ellas se adueñaban de la bandera de la defensa de la mujer. Del número de enfermos y muertos por el contagio del virus aquel día, no nos hemos podido enterar, aunque la cifra que han publicado entidades particulares dan escalofríos.

El bodrio de la ley Sisí ha seguido el mismo proceso: la redactaron Irene y su pandilla, distintos organismos advirtieron de las carencias y errores que contenía y de los peligros que engendraba; no hicieron el menor caso. Incluso Sánchez dijo de ella que era tan buena que vendrían de otros países a copiarla. Cosas de Sánchez. El resultado de esta mezcla de dogmatismo e ignorancia no podía ser más penoso: casi 800 mujeres víctimas de una violación han sufrido la noticia de que a su agresor le han rebajado la pena o está en la calle.

En ninguno de los dos procesos hemos llegado a conocer cuántas víctimas o reducciones de condena se produjeron. Un día se produjo el apagón informativo, la ocultación.   

En cualquier país civilizado los responsables de estas tragedias estarían cesados y avergonzados, si no en la cárcel. Aquí, sin embargo, tenemos que soportar el cacareo soberbio de las responsables del desaguisado. Nadie más que Sánchez tiene la culpa por aupar al poder a estas mujeres que no lo merecían y que constituyen una anomalía en Occidente. Arribistas e ignorantes, son tan dogmáticas como totalitarias, unas iluminadas convencidas de que han venido al mundo para salvar a la mujer, cautiva de un hombre odioso. Y todo, por su ambición desbocada de poder.