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En esta semana que termina hemos asistido a un recular de la Real Academia de la Lengua en la cuestión de los acentos, en concreto el referido a la palabra solo y a los de los pronombres demostrativos. Los de los triptongos se han evaporado definitivamente. Ha sido un recular un tanto remolón y a desgana, un brazo a medio torcer, algo salomónico, ya que la nueva norma acepta que vale tanto Isabel como Fernando, o sea, que si te apetece los pones y si no también, ambas opciones valen. Nada como el consenso, ese invento de la Transición importado del ámbito eclesiástico, ¿cómo no?

Dado que las cuestiones serias, laboriosas o de cierta enjundia ya nos dan dolor de cabeza y nos provocan sarpullidos, nos pasamos el día discutiendo sobre el sexo de los ángeles, tema que ahora, con tanto sexo fluido, parece haber quedado al fin resuelto. Estamos instalados, ya digo, en las minucias, en las chorradas, en los detallitos, en el quíteme usted esa paja, convirtiendo las anécdotas en categorías, o la realidad en ficción, que es donde está acabando todo.

Seguimos en Bizancio y con los turcos llamando a aldabonazos, pero nosotros a lo nuestro. Pero esto de los acentos tiene su qué y tiene su qué porque lo de la RAE ilustra, fija y da esplendor al cultivo intensivo de la desidia que nos trae el correr de estos tiempos: así, si el personal ya no sabe escribir correctamente, rebajemos el nivel. ¿Y qué pasa con el sistema educativo, degradado ley a ley según se suceden los gobiernos?