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La semana pasada, contemplé estupefacto cómo muchos festejaban la despenalización de la tilde del adverbio solo como una victoria mundialista. País de filólogos, las redes se llenaron de gente que ondeaba banderas de victoria. Vencimos, decían. Muerte a los lexicógrafos. Aquella victoria se vivió como una victoria del pueblo, un asalto a la Bastilla. No faltó el resentido que por lo bajini hablaba de populismo, pero la algarabía de la celebración acalló cualquier atisbo de protesta. Se habló de tilde sentimental, de la tilde de la gente. Solo faltaron las acampadas en la Puerta del Sol, los gritos de «sí se puede».

Poco importaba que desde la RAE dijeran que seguía siendo obligatorio escribir sin tilde el adverbio solo cuando su uso no entraña riesgo de ambigüedad. Ya no escuchaban, se habían tatuado la tilde en sus corazones. Yo lloraba de emoción. Quién lo iba a decir. La cesta de la compra seguía siendo un atraco a mano armada, pero habíamos ganado. Larga vida a la tilde del adverbio solo.