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Hay quien ha visto en el socavón que se abrió en las Avenidas en las últimas lluvias, una metáfora.
Quizás de un proyecto de ciudad que se hunde por falta de ambición, de sentido común y de trabajo. El fin de un ciclo al que le ha sobrado, como mínimo, sino los ocho, los últimos cuatro años.

La aparición de parte del lienzo del baluarte que cerraba la muralla por ese extremo, ha sido como el recordatorio de una ciudad en la que en distintos momentos de la historia, ha existido una aspiración y un empeño común, más allá de ser una ciudad como todas las ciudades.

La muralla renacentista nos habla de un momento en el que las nuevas necesidades defensivas cambiaron la ciudad. Con la aparición de la artillería, las altas y rectas murallas medievales eran inútiles ante el impacto de un proyectil.

Enemigos no faltaban, y es que estas islas, a medio camino entre el norte de África y la Europa más occidental, han sido siempre codiciadas por unos y por otros.

Ejércitos o piratas y corsarios, las torres de vigía que jalonan nuestra costa y las de defensa en prácticamente todas las posesiones de Mallorca, nos hablan de una vida en permanente alerta.

La cuestión es que dado que las murallas medievales no podían ya proteger la ciudad, tocaba adaptarse a los nuevos tiempos y encerrarla tras muros cuya inclinación los convertía en mucho más seguros ante la artillería. Lo mismo que los bastiones y baluartes que definían el perfil de la nueva muralla. Y aunque su construcción se alargó en el tiempo, podemos decir que se evidenciaba aquello de que hacen falta nuevas soluciones para los nuevos tiempos.

Supongo que es lo mismo que pensaron quienes decidieron derribar la muralla en 1902. Palma vivía bajo la amenaza continua de las epidemias que le llegaban por mar. Se desconocía cuál era el agente transmisor así que se pensó, como en otros muchos lugares, que el problema era la higiene del aire, y que una ciudad encerrada por sus murallas era incompatible con la necesaria salubridad.

Con el tiempo se supo que no era ese el medio por el que se transmitían los agentes patógenos que extendían las epidemias y que esa medida había sido innecesaria.

Pero lo cierto es que, también ese caso, había existido la ambición de atajar un problema de manera contundente y además, aprovechar la circunstancia para dar un nuevo empuje a la ciudad con el ensanche.

Hoy esa visión, ese anhelo y ese empeño no existen entre los que nos gobiernan. Si acaso cortoplacismo, ideología, falta de proyecto y pocas ganas de arriesgar.

Se ha tapado el socavón, pero hemos atisbado un trozo de la historia de la ciudad y la comparación no nos ha gustado.

Pero el temporal Juliette no sólo ha provocado varios socavones en Palma y ha teñido de blanco los lugares más insospechados de la isla, sino que ha dejado a su paso la desolación de muchos payeses y ganaderos mallorquines. Hablamos de un sector ya de por sí muy maltratado, no sólo por las leyes y por la enrevesada burocracia, sino por unos precios en los costes de producción que apenas puede repercutir en el precio final.

La extrema dureza en el trabajo, lo impredecible como el pan nuestro de cada día, unos políticos que creen que el campo es una postal y que los payeses no deben ser otra cosa que los jardineros o paisajistas de Mallorca, y con apenas recambio generacional, el mundo de la payesía también puede estar viviendo su fin de ciclo. Si queremos que se revierta, también en este caso es imprescindible un poco de ambición.