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He comentado varias veces que hace medio siglo nos imaginábamos el siglo XXI lleno de coches voladores, personas uniformadas con monos plateados, extrañas ciudades bajo cúpulas de cristal y máquinas que se encargarían de producir para que los humanos –que por fin habrían abrazado la cultura, la ciencia y el pensamiento– se dedicaran a gozar. Nada de eso ha ocurrido y, en cambio, lo que tenemos es toda una generación enferma. Sí, de pena, de desesperanza. Miles –quizá millones, por desgracia– de adolescentes sufren depresión y ansiedad, se autolesionan. No comparten la visión del mundo que hemos desarrollado, no creen en los valores que nos han guiado a nosotros y a quienes nos precedieron. La idea fija de dejar el placer para mañana porque hoy toca trabajar, sacrificarse, ahorrar y poner unos firmes cimientos sobre los que construir una vida ya ha pasado a la historia. Los jóvenes quieren disfrutar hoy, ahora, no esperar a nada ni a nadie. Pero la realidad es otra. No parece el mundo hecho para lo fácil, lo inmediato, el jubiloso hedonismo. Quienes nacieron a finales del siglo XIX abandonaron cualquier ambición personal para darlo todo por la familia. Que sus niños llegaran a la edad adulta era ya una meta. Décadas de arduo trabajo, de sembrar, cultivar, construir, guardar, con la esperanza de que sus hijos lograran la calidad de vida que ellos solamente soñaban. Los que les siguieron alcanzaron algunos objetivos más, a pesar de vivir en los años de la guerra y la posguerra. Nosotros hemos seguido aún esas directrices, aunque más abiertos al placer. Los jóvenes, que lo ignoran casi todo sobre el pasado, rechazan este mundo. Hasta que ellos sean capaces de crear otro, el precio es sufrir.