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A veces, para estar informada y entretenerme un rato, exploro las agencias inmobiliarias de distintos países europeos. Es un buen método para hacerse una idea de cuál es el nivel de vida de nuestros vecinos. Aquí nos asustamos por el precio de la vivienda –en venta y en alquiler– y lo que pasa es que eso sigue su curso de aproximación a la media europea mientras los salarios, la formación y otros factores permanecen anclados en el pasado. Y el problema creo que es ese: que no salimos adelante, no evolucionamos, nos hemos quedado estancados en el nivel de hace dos décadas, o más. Somos más ignorantes, más pobres, estamos más condenados a la emigración que gran parte del área desarrollada de Europa. Igual que antes. Igual que siempre. Por eso no me sorprende el titular que dice que «los extranjeros compraron más viviendas que nunca en 2022». Y no porque los extranjeros –ojo, solo los del norte, los que manejan pasta– sean demonios colonizadores que quieren quitarnos lo que es nuestro, sino porque los españoles –y no digamos los extranjeros de países más pobres– no podemos permitírnoslo.

Los precios crecientes son para ellos. La calidad ya es otra cuestión. Porque la mayoría de las casas mallorquinas carecen de aislamiento, son frías en invierno y calurosas en verano, filtran el ruido infernal de la calle, muchas resultan húmedas... en fin, que las hay que no valen lo que cuestan. Pese a ello, la mayor parte de los indígenas nos llevamos las manos a la cabeza cuando vemos el precio y las condiciones que impone el banco. No alcanzamos. Ni de lejos. Solo lo hacen quienes tienen mucho dinero, suficiente para comprar a tocateja. De todas formas, ellos compran solo un tercio. El resto se queda en manos nacionales.