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Cuando hace casi treinta años visité por vez primera uno de los países excomunistas del centro de Europa, me llamó la atención la multitud de bloques de pequeñas viviendas de pésima calidad, destinadas, supuse, a las clases trabajadoras, que durante la dictadura comunista estaban conformadas por todos aquellos que no fueran capitostes del partido.

En comparación, aquí había que remontarse muchos años para hallar algo semejante –tipo barrio de Corea–, de manera que también la vivienda era muestra palpable del estrepitoso fracaso del socialismo real en su supuesto empeño de mejorar la vida del proletariado.

El problema de la vivienda fue acuciante durante los primeros años del franquismo. Un país empobrecido y aislado no podía hacer frente al éxodo de miles de trabajadores del campo a las ciudades. El cine de posguerra se hizo amplio eco de ello, pese a la censura. Hasta la llegada del Plan de Estabilización y la apertura del régimen esto no cambió sustancialmente, pero el desarrollismo de los sesenta y setenta supuso una explosión de viviendas de protección oficial, cuya calidad media mejoró notablemente. Todos recordamos las célebres plaquitas del Ministerio de la Vivienda en los portales. Todavía se ven bastantes.

La bonanza económica derivada de la Transición y el asentamiento de nuestra democracia pareció acabar con aquella necesidad imperiosa, pero en los últimos años, y especialmente en las Islas, el problema se ha recrudecido hasta límites antes desconocidos.

Todos los partidos son culpables de la falta de vivienda dirigida a clases trabajadoras y a jóvenes, pero la izquierda, que quiso hacer bandera electoral de ello, lleva casi ocho años en el poder sin hacer absolutamente nada, esperando el milagro del decrecimiento de población, una ensoñación más de esta tropa.

Ahora, desde Més per Mallorca, la inefable Neus Truyol propone nada menos que la construcción de miniviviendas en contenedores de mercancías reciclados, conformando bloques al estilo de los experimentos de Ada Colau en Barcelona.

Como señaló con acierto Pep Melià, se trata de una de las últimas ‘ideas de bombero’ de la factoría del Pacte.

Sin negar que la cosa pueda tener su interés como ensayo arquitectónico, la simple propuesta ha puesto de los nervios a Francina Armengol, que rápidamente se ha desmarcado, no tanto porque no participe de las quimeras de Truyol, como por la cercanía de las elecciones.

Al tiempo, la iniciativa de Més supone una patada en la espinilla a la presidenta, porque la deja ante el respetable en pelota picada, por su absoluta indolencia e ineficiencia para adoptar soluciones en materia de nuevas viviendas asequibles de iniciativa pública o privada.

Por otra parte, ahora se entiende mejor por qué, en materia de disciplina urbanística, la gestión de Més y el PSIB en el Consell parece ir más encaminada a poner infinitas pegas a los promotores que solicitan licencias de construcción a los ayuntamientos –con el de Palma batiendo récords de inutilidad– que a perseguir a toda esta pléyade de delincuentes contra el territorio que están llenando, en nuestras narices, nuestro limitado y castigado suelo rústico de contenedores, caravanas desvencijadas y casetas de herramientas haciendo las veces de infraviviendas.