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Nos descubrimos haciendo cosas impensables. Basta con entrar en una pastelería de Palma y descubrir que los precios no solo han subido: es que también han encogido las tartas un 40 por ciento. Ni comer pasteles, como nos proponía María Antonieta, se puede ya en esta inflación desatada que nos agarrota. No pasa nada, las pastelerías finas se quedarán para tiempos mejores, hay un horno fantástico en el barrio con precios más ajustados. Curiosamente, una amiga me confesaba hace unos días: «Comemos pescado congelado». Y lo dice alguien que siempre ha hecho de los productos frescos su bandera. Pero ya da por perdida esa guerra con cuatro bocas hambrientas, que la nevera se vacía en un suspiro. Los pasteles no son un bien de primera necesidad y el pescado, pues lo hay congelado y estupendo. En realidad nos entraba la risa floja porque ya habíamos visto en el mercado coliflores a cuatro euros. El kilo.

Y todo esto lo hablábamos en casa de mi amiga, a la que habíamos llegado tras pasar con el coche por las piscinas de Son Hugo, donde se acumulan las autocaravanas, lo que ayuda a ponderar los lamentos por los pasteles caros. Es un problema nímio, pero no deja de ser un indicador de que algo pasa. Cuando acumulas una renuncia detrás de otra: no, este puente no cogemos un avión porque ya están a ochenta euros cada uno. No, a ese chiringuito en la playa no vamos porque el cubierto sale a 45 euros por cabeza. No, este mes igual no vamos al cine que han pasado el pago de las extraescolares. Igual no somos tan clase media como creíamos. Mientras tanto, Nicole Kidman, desde su mansión de Son Vida, dice que Mallorca es maravillosa.