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Sostenibilidad es la palabra de moda. Y, como todas las modas, se acaba aborreciendo. Nos bombardean día y noche, por tierra, mar y aire, con la dichosa palabrita que sirve como etiqueta para todo. Últimamente se aplica al mundo de la gastronomía y la alimentación. Y ahí es donde pinchamos hueso. Los cocineros de renombre recuperan el legado de sus sabias abuelas para crear menús sostenibles, además de ricos. ¡Qué fácil! Basta sacar del baúl de los recuerdos el recetario familiar. ¿O no tanto? Que aquella forma de cocinar y de comer era más saludable está claro. Pero ¿cómo era la sociedad en la que vivían? ¿Cómo era Mallorca en el tiempo de nuestras abuelas?

Dicen los expertos que alimentar a un ser humano requiere 2,5 hectáreas de terreno sembrado. Nuestra isla tiene 364.000 hectáreas, así que si cultiváramos cada centímetro –incluidas las playas, los barrancos, la roca pelada de la Serra, las ciudades y los pueblos–, toda esa tierra generaría alimentos saludables y sostenibles para 145.600 personas. Gente que seguramente no tendría tiempo ni energía para nada más que para atender sus huertas, lo que ya provocaría serios problemas de toda índole. Pero resulta que somos un millón de almas ocupando sa Roqueta, así que ¿qué hacemos? Obviamente, regresar al siglo XXI y optar por hacer la compra en el supermercado, cocinar como podemos y comer de aquella manera. Es la terca realidad. Llenarse la boca de palabras mágicas es fantástico, pero no casa con la vida real. Mucho tendrían que cambiar las cosas para hacer sostenible nuestra sociedad. Lo primero sería rebajar la población drásticamente. Pero ¿eso es sostenible? La respuesta es regresar a cien años atrás. Con su pobreza incluida.