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Hace unos días, un psiquiatra me comentó que ya se había encontrado con dos pacientes, madres, que se habían tropezado con la adolescencia de sus hijas y la propia menopausia. Una especie de festival de hormonas familiar, que hace unos años no solía ser frecuente. Antes de que la feminista radical de guardia, salga gritando, porque sospeche que tratamos de estigmatizar a las mujeres, recordemos que reconocer los trastornos hormonales no es machismo, como tampoco es feminismo radical reconocer que la disminución de testosterona en el hombre es un signo de andropausia y de menor vigor sexual.

El retraso de la edad para procrear tiene consecuencias evidentes. Tanto los padres, como las madres, deben ser relativamente jóvenes y contar con fuerzas para enfrentarse a los hijos. Es cierto que los hijos que vienen en la madurez suelen disfrutar de mayor sosiego económico, pero no es menos cierto que el ánimo vital, al aproximarse al medio siglo de edad, ha disminuido bastante, y no es lo mismo cargar con un niño en brazos, en plena juventud, que en avanzada madurez.

Que, en la misma familia, convivan la madre menopáusica y la hija adolescente, no debe ser fácil, y ello al margen de la formación cultural y del estatus económico. Recuerdo con espanto la andropausia de algunos conocidos míos y me imagino lo que hubiera sido eso conviviendo, además, con una hija adolescente. Y no son sólo los peligros por las riberas de la depresión, o los cambios de humor, sino el desgaste psicofísico que exige la adolescencia, porque los hijos no son pollos que salgan del huevo y, a los dos minutos, requieran escasas necesidades, sino que necesitan tanta atención, tanto afecto –¡y tanto tiempo!– que se necesita estar tan en forma como un atleta.

Nacido en la posguerra, siempre admiré a mis padres que, entonces, ni siquiera hubieran podido mantener a un perro con los lujos de ahora, pero me imagino haber sido chica, y coincidir con mi madre menopáusica, y me alegra no haber protagonizado un estruendoso choque de trenes.