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Me paso toda la tarde en el aeropuerto de Orly esperando a que salga mi avión. En ese tiempo la zona de embarque se vacía, se llena y se vuelve a vaciar varias veces de gente que viene y toma sus vuelos y yo voy cambiando pacientemente de asiento otras tantas para no tener que escuchar a la fuerza conversaciones de gente que viene de pasar el fin de semana en Disneylandia. Mientras, aprovecho y escribo dos articulitos para la sección de ‘Tres en raya’ que me han pedido por la mañana. Los escribo tranquilamente a mano usando papel y bolígrafo para comprobar que no he perdido la práctica de antaño.

Lo que llevo peor es lo de contar los caracteres. Ya sea a mano o con ordenador, con los caracteres, a la hora de escribir, me ocurre lo que a don Mendo con las siete y media, que el quedarme corto me produce dolor, pero cuando me paso –¡ay de mí cuando me paso!– es incluso peor. Mientras escribo el último, otro viajero se ha sentado a tocar el gran piano de color blanco que ocupa el centro del hall. Los que no hemos nacido con oído para la música (el único artículo sobre tema musical que recuerdo haber escrito fue uno sobre Franco Battiato el año pasado y mira que ya llevo escritos varios miles), sentimos una especial fascinación ante la sola imagen de un piano y no podemos dejar de mirar con mucha envidia a cualquier particular con maña para tocarlo. Claro que a lo largo de la tarde he escuchado tocar tres veces ‘Para Elisa’, de Beethoven por tres particulares diferentes y con diferente talento e incluso eso empieza a ser demasiado.