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La mezcla de sexo y espionaje ha sido bastante tradicional, y tenemos constancia de ser un hecho conocido en todos los ambientes, como se reveló en aquellas comidas entre el exjuez Baltasar Garzón y su actual pareja, Dolores Delgado, con el comisario Villarejo, donde doña Dolores reconoció que, a través del sexo, se consigue mucha información.

Lo que ignorábamos es que este tipo de actividades pudieran tener una vertiente jurídica, y que cupiese demandar a la espía o al espía, por no haber anunciado previamente su naturaleza. Claro que, de la misma manera que los médicos no salen a la calle con una bata blanca, y el fonendoscopio colgado del cuello, ni los ladrones con una gorra, linterna, y un manojo de llaves y ganzúas en la mano, tampoco los espías van por los sitios con un letrero que ponga: «¡Cuidado: espía!».

La demanda por abuso sexual de unas mujeres que consintieron relaciones sexuales con un policía, pero que se sienten frustradas por no conocer, de antemano, la profesión de su ocasional pareja, suscitaría –de admitirse– una inseguridad jurídica de carácter tan inmenso que los españoles sólo podríamos tener relaciones heterosexuales con el notario delante, y tras la entrega de certificados de buena conducta, currículo profesional, certificados académicos y listado de aficiones.

Entendería una demanda si el policía tuviera una enfermedad venérea, pero creo que trabajar en la Policía no está equiparado a las purgaciones, la gonorrea o la sífilis. Si se admitiera la demanda, cualquier varón podría ser multado, al descubrir su eventual pareja que era vegetariano, o carnívoro, o forofo del Real Madrid, siendo su compañera del Barcelona, o inspector de Hacienda, o natural de Calatayud. El panorama podría ser tan aterrador, que los varones, con objeto de evitarse problemas, deberían acudir a la castidad como único remedio para no verse envueltos en el lodo de las reclamaciones, tan variadas como surrealistas. Y esos problemáticos y futuros lodos, vendrían estos polvos.