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Solo el clima preelectoral explica la insoportable sobreactuación de los actores políticos por cuenta de la ya anunciada revisión de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, más conocida como ley del ‘solo sí es sí’.

La ministra de Igualdad se ha convertido en el pim pam pum del culebrón, aunque Irene Montero solo es un decimal en la anchura de un problema de funcionamiento que afecta a los tres poderes del Estado. El Ejecutivo, por las prisas. El Legislativo, por la desidia. Y el Judicial, por ceñirse más a la letra que al espíritu de la norma.

La ministra, por su parte, ha echado leña al fuego culpando a una supuesta conjura mediático-política-judicial de frenar la aplicación de la ley en nombre de los derechos de la mujer. O sea, que sobreactúan sus adversarios y sobreactúa ella con tan disparatada acusación, cuando tendría muy fácil quedarse sólo en el ‘qué’ de la ley y no en el ‘cuánto’ de las penas para según qué conducta del agresor, encajada en muy distintas cuantías penalizadoras, lo cual ha favorecido a los antiguos delincuentes que estaban pensados en los umbrales mínimos de la horquilla.

Por ahí ha venido la suavización de las condenas que estaban vigentes al aprobarse la ley (los cambios siempre cursan siempre a favor del reo). Es el cuanto de las penas. Pero el ‘qué’ de la ley no se ha movido ni se moverá. Es el llamado ‘consentimiento’. En su virtud, ha quedado cancelada la vieja doctrina jurídica según la cual era la mujer la que tenía que demostrar que había hecho lo suficiente para defenderse del agresor. Ahora es el agresor el que tendrá que demostrar que la relación fue consentida y que hubo un expreso, inequívoco y firme (’sí es sí’) por parte de la víctima. Se mire como se mire, eso es un avance en el respeto a los derechos de la mujer y a la condición femenina en general.

Lo demás se queda en la constatación de que, efectivamente, el texto de la ley salió del telar parlamentario con serios defectos de técnica jurídica.