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A la generación más joven le parecerá una marcianada, pero yo aún recuerdo la implantación de los supermercados en los pueblos y la llegada de los primeros hipermercados en los años setenta. Hasta entonces, las poblaciones pequeñas se apañaban con tiendas de ultramarinos, de comestibles o colmados y para hacer la compra debías recorrer todo el pueblo y entrar en la pescadería, la carnicería, la charcutería, la panadería, la pastelería, la droguería, el tostadero de café y la tienda. En aquella época la mayoría de las mujeres no trabajaban fuera de casa y dedicaban tiempo y músculo a diario para proveer a su familia de lo necesario. En muchos sitios había comida que se vendía a voces en la calle, como el pescado recién capturado. Esa manera de vivir potenciaba los olores y también el sabor, porque todo era natural. Además de las relaciones entre vecinos. Ahora hay una cadena de supermercados que promueve el «consumo responsable» e invita a sus clientes a adoptar la dieta mediterránea y volver a los orígenes.

Ya nos gustaría poder saborear aquellos tomates, aquella fruta. Su iniciativa es loable, por supuesto, porque todos deberíamos pensar lo primero en nuestra salud. Pero de ser así, si comiéramos legumbres cuatro veces por semana, pescado dos y carne una, los supermercados desaparecerían, no digamos los hipermercados. Esos kilómetros de lineales con miles de productos lácteos, de vinos, licores y refrescos, de snacks, chucherías y dulces... los evitaríamos, como todos los productos procesados, que dicen que son veneno para el nuestro organismo. Se proclama la necesidad de retroceder y apostar por lo sano, pero eso implica un cambio tan radical que la mitad de la población se iría al paro.