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En este país el arte nunca ha tenido consideración de oficio, ni siquiera de trabajo. Por eso los artistas malviven o se dedican a otras cosas. Ocurre con los escritores, que crean sus historias en su escaso tiempo libre, robándole horas al sueño y a la familia. Los hay que venden muchos libros y se consideran autores de éxito, pero ni con esas pueden mantenerse con dignidad y, por ello, la mayoría firma artículos en prensa o forma parte del profesorado de las mil y un chiringuitos de escritura creativa que proliferan desde hace años. Lo divertido es que, ante la falta de oportunidades en el mercado editorial, muchos alumnos que han asistido a uno o varios de esos cursillos montan a su vez su propio centro de formación literaria. Y, así, el crecimiento es exponencial.

Hay más maestros de escritura que gotas de agua en el mar. Y todos encuentran su nicho de negocio. Se ve que cada uno de nosotros –me incluyo– tenemos mucho que contar y deseamos dejar para la posteridad esa novela, poema o libro de relatos que creemos magnífico. La mayoría no lo son. De hecho, la mayoría son una completa porquería. Lo dicen los jurados de premios literarios, que se ven forzados a masticar verdaderos bodrios con ínfulas de creación artística.

Deduzco que es lo que ha ocurrido en los Premis Ciutat de Palma, que han declarado desierto el jugoso certamen de novela. Escribir bien es difícil. Crear una historia inolvidable, también. Como una gran película, una obra pictórica digna de estar en un museo o una sinfonía capaz de elevar tu espíritu hasta el cielo. Pero, ay, todos sabemos leer y escribir y eso nos hace creer que seremos capaces. Y lo intentamos. Pero no. Rara vez ocurre el milagro.