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En los años 80, una famosa boda reunió para la foto a una folclórica, un torero, un boxeador, una novia que quería ser modelo y un guardia civil. En la misma caspa seguimos, ahora en versión 2.0, menos cañí, más posmoderna.

Él está metido en turbios negocios para celebrar partidos en dictaduras integristas y otros trapiches (King’s League, el Andorra, Copa Davis). Ella debe casi quince millones a la Hacienda española, pero su agencia de publicidad nos la muestra posando con negritos africanos para que admiremos su corazón solidario (fotos con niños hambrientos: una plaga entre los famosos). Ambos conforman un epítome conspicuo del capitalismo y de lo que Guy Debord llamó la sociedad del espectáculo. Banalidad, horterada, ceremonia del ridículo, individualismo y codicia se aúnan en un show siglo XXI, un circo de audiovisuales, prensa rosa, influencers, estética sexy, redes sociales y reguetón.

A medida que la religión ha ido dejando de ser el opio del pueblo, la tarea de la narcotización social ha pasado al fútbol (sobre todo para los caballeros) y a la prensa del corazón (especialmente para las señoras). He leído en las redes sociales estos días a aguerridos izquierdistas apasionados con los insultos e indirectas que estos millonarios se dedican y, claro está, tomando parte. He visto a feministas supuestamente progresistas dando palmas por el supuesto empoderamiento (?) que para ellas significaría la codicia de la cantante, y que ésta, astutamente, intenta hacer pasar por feminismo («ahora las mujeres facturan»).

Las pasiones borreguiles que despiertan las entrepiernas y discusiones de los multimillonarios sólo se entienden bajo la vigente hegemonía cultural del neoliberalismo capitalista, de la asunción social de la desigualdad, de la instauración del culto a los ricos, del dinero como dios y la fama como estatus. La crítica social y la conciencia ciudadana viven sus horas más bajas.

A algunos –una minoría, por lo visto– nos importan una puñeta los amoríos, coitos, infidelidades, altercados y divorcios ajenos, y nos repele tanto fervor popular de unas masas excitadas y atribuladas porque los ricos también lloran. Nos importa, si acaso, una única cosa: que paguen sus impuestos.