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El fallecimiento de Rafael Perera, uno de los juristas más completos y respetados en la historia de nuestra tierra, ha dado lugar a multitud de notas laudando merecidamente las indudables virtudes de su personalidad.

Quienes ejercemos la abogacía nos hemos preguntado alguna vez por qué nos dedicamos a esta compleja profesión, y qué hace que un joven estudiante de derecho acepte consagrar la mayor parte de su vida a asumir como propios los problemas y preocupaciones de los demás a cambio, en unas ocasiones, de la mera satisfacción de que se haga justicia –que no es poca cosa– y, en otras, del pesar por ver rechazadas las que entendíamos como legítimas pretensiones de nuestros clientes.

Por más que todos tengamos claro que solo desde la profesionalidad se puede ejercer la defensa de los intereses de los justiciables, aquel letrado que afirme que no afectan a su estado de ánimo los asuntos en los que interviene, sencillamente, miente. Cosa distinta es que la experiencia cree un cierto escudo emocional y que uno aprenda a lidiar con ello.

No existe ninguna profesión igual a la nuestra. En la mayor parte de los casos, el éxito de un letrado en un asunto se corresponde necesariamente con un fracaso de otro. Al resto de la sociedad seguramente le cueste entender que los abogados nos aticemos de lo lindo en los juzgados y luego vayamos juntos a comer o a cantar en un coro. Y, sin embargo, salvo raras excepciones, reina un especial sentido de camaradería y compañerismo entre nosotros que solo desde el desconocimiento puede confundirse con el corporativismo. Pese a la vehemencia con que se defiende al cliente en estrados frente a la parte adversa –en tantas ocasiones encarnada en colegas que, además, son amigos–, nada de ello hace mella en ese sentido de pertenencia a una profesión que en muchos aspectos se asemeja a un apostolado.

Conocía a Perera por la prensa y por referencias familiares. En cambio, no habíamos coincidido jamás en ninguna causa judicial, probablemente por razones generacionales, dado que cuando yo tuve más contacto con el derecho penal él era ya magistrado el TSJ o presidente del Consell Consultiu.

Sin embargo, recuerdo perfectamente el día que me pasaron una llamada diciéndome que quería hablar conmigo don Rafael Perera, compañero (como si necesitase aclaración de quién era). Para mi sorpresa, la llamada era para felicitarme y, al propio tiempo, insuflarme ánimos con ocasión de alguno de los asuntos relativos a la defensa de la educación católica o de la asignatura de religión en la escuela que he tenido la oportunidad de dirigir en los tribunales. Probablemente, don Rafael rozaba ya su octava década de vida y, sin embargo, aquella leyenda de nuestra profesión, aquella eminencia jurídica en todos los sentidos se preocupaba por estar al día de los asuntos que afectaban a la educación y valores de nuestros jóvenes.

Por fortuna, esa llamada dio origen a una amistad a distancia que inevitablemente motivó muchas otras, faxes y hasta correos electrónicos con ese mismo objeto hasta hace bien poco.
Continuaré teniendo muy en cuenta que, desde allá donde esté, don Rafael sigue vigilándome, atento a cuanto hago, y justificando con su testimonio de vida por qué nos dedicamos a esta apasionante profesión.