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Reconozco mi absoluta ignorancia sobre el fenómeno de la inteligencia artificial y demás aplicaciones cibernéticas novísimas. Pero, para mi asombro, mis hijos han querido introducirme en el tema, dialogando con algoritmos como si fuesen personas de carne y hueso. Resulta que tales seres sin virtualidad física razonan por su cuenta y están revolucionando la comunicación creando imágenes y argumentos con sus propios criterios.

Entonces, quise comprobar la verdad de ese aserto, me metí para ello en una página web al efecto y tuve un diálogo de lo más educado con la máquina que estaba en la terminal.

Para verificar su grado de inteligencia y autonomía le plateé una pregunta absurda y muy difícil, viendo cómo contestaba. Le pregunté en qué se parecían Donald Trump y una tetera. En vez de contestarme que eso era imposible, me argumentó inteligente y razonadamente que eso podía deberse a la característica cabellera anaranjada del norteamericano similar a la tapa de una tetera caliente.

Pero me dio también otros argumentos más sofisticados como la personalidad y estilo de liderazgo político en ebullición del expresidente estadounidense y también el que es «conocido por calentar a sus seguidores con sus discursos y promesas políticas y luego hacer hervir a la sociedad con sus acciones y políticas controvertidas».

Mi estupefacción, lo confieso, no tuvo límites y me ha sumido en un complejo de inferioridad frente a un artilugio más imaginativo que yo y con una mayor capacidad de análisis. O sea, que no estoy muy seguro de seguir escribiendo artículos o dejar que sea la inteligencia artificial que los haga en mi nombre.