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Se acerca el final del año, una frontera imaginaria entre una período concreto de tiempo y otro que celebramos en todo el mundo al ritmo que marcan las agujas del reloj. En realidad, no ocurre absolutamente nada entre las 23.59 horas del último día de un año y las 00.01 del siguiente, es solo un convencionalismo creado por el calendario occidental para organizar el paso del tiempo. Por eso tiene gracia que este evento artificial y puramente pragmático lo hayamos revestido de solemnidad, fiesta y tradición. Desde Australia –donde primero lo celebran– hasta nuestros lares, se suceden los fuegos artificiales, las cenas suntuosas, los abrazos de familiares, parejas y amigos, el intercambio de buenos deseos, los brindis con champagne y hasta el lanzamiento de serpentinas y confetti. El motivo es peregrino, pero en el fondo lo que queremos es dar carpetazo. Especialmente cuando el tiempo transcurrido ha estado repleto de malos momentos, dificultares o desgracias, el tránsito hacia otro número –otro convencionalismo abstracto– nos crea la falsa sensación de cerrar una puerta al pasado para abrir otra que nos permita adentrarnos en un período quizá más favorable. Nada de eso es cierto, lo sabemos todos, pero aprovechamos la banal circunstancia para detenernos un instante, pensar en el balance de los doce meses que dejamos atrás, nos permite recordar, analizar, extraer conclusiones, quizá hacer propósito de enmienda. Y, al mismo tiempo, al ver asomar en el horizonte la sombra de un año nuevo, nos lanzamos con esperanza a formular nuestros más íntimos deseos, esa lista de sueños incumplidos que nos afanamos por redactar año tras año. La magia no existe, pero qué demonios, brindemos por ser y estar cada vez mejor.