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En el reciente auto del tribunal sentenciador se da un plazo de diez días para que ingresen voluntariamente en prisión, una vez agotados todos los recursos, siete de los ocho condenados por el caso de los ERE. Es decir, todos menos uno: el exconsejero de Empleo de la Junta, Agustín Barberá, que no está obligado a entrar en la cárcel mientras se tramita la solicitud presentada por su defensa, que alega una enfermedad incurable precisada de tratamiento especial permanente.

Esa es la vía legal (’enfermedad muy grave con padecimientos incurables’) que, una vez fracasada la que apelaba a la tramitación del indulto solicitado al Gobierno, ha elegido el expresidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, condenado a seis años de cárcel por malversación en el caso de los ERE, para evitar su ingreso en prisión.

Si con argumentos similares la Audiencia de Sevilla ha accedido a suspender temporalmente la entrada en prisión de Barberá, a la espera de los correspondientes informes médicos, no hay razón para que no tome una decisión similar en el caso de Griñán.

Todo lo anterior cursa en el plano jurídico. Cuestión aparte es el factor humano del caso. Quienes desean la inmediata entrada en prisión de Griñán y además se oponen a un eventual indulto apelando a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, tendrán que refutar las razones humanitarias de una esposa y tres hijos que sufren en silencio la estigmatización pública de un hombre bueno.

Y finalmente tenemos el componente político. La inminente publicación en el BOE (20 días) de la rebaja de penas por el delito de malversación (el principal de la condena del expresidente andaluz), reclamada por el independentismo catalán en versión ERC, ahora aliado del Gobierno de Sánchez, nos propone una valoración de fondo a quienes nos dedicamos a comentar los avatares de la política nacional.