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El próximo domingo será Navidad. Una Navidad extraña. Es fiesta en todo el mundo porque ese día se celebra la llegada del Niño Dios. Pero no todos celebraremos la Navidad; algunos, cada día más, no reconocen al Niño Dios en Navidad. Son los mismos que tampoco le reconocieron en la primera Navidad: «Los hombres vestidos con refinamiento» (Mateo 11, 8); «la gente fina» (Ratzinger). Lo reconocieron el buey y el asno, los Magos y los pastores, cuando todos regresaron a sus casas «colmados de alegría», como niños. Sólo los niños celebran la Navidad. Los únicos que celebran los misterios son los niños, como lo afirma ese del que el próximo domingo celebraremos su aniversario: «Sólo los niños entrarán en el Reino de los Cielos» (Mateo 19, 14). Hoy recuerdo la víspera de Navidad cuando era un niño: con mi padre de la mano entrando en la humilde iglesia de mi pueblo, yendo a Maitines, donde un niño o una niña cantaba la Sibil·la y, después, todos salíamos de la iglesia para ir a casa de los abuelos, donde nos esperaba una taza de chocolate y una ensaimada… y a dormir porque el día de Navidad teníamos que ir, con toda la familia, a comer, en casa de los abuelos, donde siguiendo la costumbre en Mallorca, el menú era la sopa de Nadal, que hacía la abuela, y lechona. El próximo fin de semana conservaremos las emociones navideñas intactas, como cuando éramos niños. Es el misterio de la inocencia redentora que habita en el relato simbólico de esta fecha; en el portal donde empieza a cumplirse la más esencial de las promesas, las que te ofrecen un horizonte de esperanza capaz de trascender la certidumbre de la muerte y de la pérdida. Todo ello se sustenta por el fondo moral anclado bajo este rico enriquecido por siglos de cultura y de belleza. Si no cambiamos y no nos reconvertimos en niños, no entraremos en el Reino de los Cielos. ¡Feliz Navidad!