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Y pasó lo que se veía venir. Hace tiempo que la derecha está enroscada como una boa constrictor en las más altas instituciones judiciales, desde donde actúa con una escandalosa permisividad para con los suyos y como martillo de herejes para los que no lo son y atentan a sus intereses, por mucho que a esos intereses le pongan por nombre España. Y por ahora, ni con aceite hirviendo se desenrosca. Lo que sucedió hace unos días en el Parlamento, tratando de atajar desde el Constitucional las reformas sobre el propio Tribunal y los delitos de sedición y malversación, puso en evidencia el tipo de derecha golpista que padecemos, a la vez que lo establecido en la Constitución del 78 sobre la separación de poderes hace aguas por todas partes. Como con tantas otras cosas.

Vivimos en el país más aborregado de Europa. Muerto, preso o exiliado el Espíritu Santo, después del 39 la conciencia crítica fue erradicada de todos los predios ibéricos. El régimen del 78 nació bajo esa condición (más el pasteleo como forma de gobierno y la corrupción como virtud capital) y se mantiene aún gracias a la falta de ella. Tenemos un sistema político agotado que se perpetúa con momentos agónicos, como lo sucedido en el Parlamento esta semana. Sí importa, claro, quién gane este último pulso, pero es de esperar que vengan más. Están bien las reformas, sin duda, pero lo que se necesita es un nuevo texto constitucional libre del ruido de sables y adaptado a los nuevos tiempos y a las circunstancias del país.