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Acabo de volver a casa después de comprar un producto que necesito una vez al mes para mis gatos. Durante años ha costado catorce euros. Hoy he pagado dieciocho. Casi un treinta por ciento de subida. Quizá se pueda justificar en el aumento de costes energéticos a causa de la guerra ucraniana, en el encarecimiento del transporte o en la subida del precio del dinero si el empresario tiene créditos que devolver. Ignoro si el precio ha subido en fábrica o es el comerciante el que lo aplica. Habrá mil razones para una subida de este calibre, a pesar de que las cifras oficiales hablan de una inflación de alrededor del ocho por ciento. La mayoría de quienes acudimos al supermercado sabemos que esa cifra no refleja la realidad. ¿Maquillaje político? Vaya usted a saber.

En nuestro bolsillo la subida de precios anda en ese tercio del que hablaba antes. Y tal vez ahí es donde está el gato encerrado. Dicen los entendidos que todo esto no tiene nada que ver con Rusia, con el gas ni con ninguna de las motos que nos están vendiendo, pues la escalada de precios empezó bastante antes de que Putin moviera un dedo con la mirada puesta en Ucrania. El mundo empresarial ha sufrido uno de los mayores golpes de su historia con la pandemia y, oh casualidad, los precios empezaron a incrementarse en el mismo instante en que la alerta sanitaria cedió para dar paso a la recuperación.

No me lo invento yo, que carezco de herramientas para constatar cuestiones de tal envergadura, lo dice hasta el Banco de España, que certifica un crecimiento de los beneficios empresariales superiores al 94 por ciento entre enero y septiembre. Añade, además, que los beneficios del patrón han crecido siete veces más que los salarios de sus obreros. Nos están atracando.