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En el imaginario colectivo existe una creencia que no suele acertar: la idea de que los países evolucionan. Creemos que década tras década las naciones se vuelven más desarrolladas, más ricas y, generalmente, más progresistas. Por ende, sus habitantes viven mejor. Sería lógico que así fuera, pero la estadística lo niega. Un caso paradigmático es Argentina. Todos sabemos que es uno de los países fuertes de América Latina, pero lo que muchos ignoran es que hace cien años fue el país más rico del mundo. Sí, por encima de Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Alemania etc. Hablamos de 1895, asentada la independencia y establecido un sistema social, político y económico plenamente moderno. Enorme en territorio y materias primas, pero muy poco poblado, el país abrió los brazos a la inmigración y fueron millones los europeos que se instalaron allí. El salario de un obrero en Buenos Aires era un 80 % mejor que el de uno en París.

No es raro que muchos de nuestros bisabuelos hicieran el petate y tomaran un barco rumbo a aquel paraíso. ¿Qué ha pasado para llegar a convertirse en un país cuyos habitantes emigran en busca de oportunidades? El mal que asola a toda América del Sur y que nos ha sacudido también a nosotros: el golpismo. Los salvapatrias, militares casi siempre, de rancias creencias religiosas y morales, que no soportan que la gente viva bien y prospere. Y que aprovechan la toma violenta del poder para arramplar con todo cuando de valor pase ante sus manos. La corrupción es el sello de identidad. Con Perón llegó, en los años cuarenta, el socialismo de inspiración musoliniana que ha permanecido vigente hasta ahora. Hoy Argentina ocupa el puesto 59 del mundo. Una caída vertiginosa.