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Como la derecha endilgó al gobierno de Pedro Sánchez, desde el principio, la calificación de ‘ilegítimo’, es natural que, desde esa perspectiva, todo lo que haga le parezca ‘ilegítimo’ también.

Lamentablemente para esa derecha deslenguada, hiperbólica y montaraz, ese su mantra le nubla la percepción de algo que, bien mirado, sería más útil para sus intereses que el invento pueril de la ‘ilegitimidad’: sus errores. Eso, los errores, son los que desgastan a un gobierno, y no la cansina y sonrojante salmodia criminalizadora que esa rústica oposición cada vez más vencida a sus extremos emplea sin conseguir que se la crea nadie.

Mal vendedor de sus aciertos (los ERTE, el tope al gas, etc.), el Gobierno exhibe, por el contrario, una pasmosa capacidad para amplificar de cara a la opinión pública y a la publicada sus errores, pese a lo difícil que es amplificarlos más cuando, como en el momento actual, son tan gruesos, particularmente el del retoque del delito de malversación para ahormarlo al gusto de los independentistas catalanes. Ahora bien; si al muñidor del dislate se le llama de todo menos bonito, y se le pone de ‘tirano’ y de ‘golpista’ en ciernes para arriba, se pierde la maravillosa ocasión de razonar.

El delito de malversación de caudales públicos, de tocarlo, debería tocarse al alza, esto es, elevando las penas a los truhanes que lo cometieren. Hacer lo contrario, rebajarlas para satisfacer a personajes como Puigdemont y cuantos desviaron bienes comunes al uso partidario de su triste aventura, es un disparate, pero hay que explicarlo, explicarlo bien, y no despachar el trascendente asunto con la sarta de insultos tabernarios a que la reacción nos tiene acostumbrados.

Con el rollo de la ‘ilegitimidad’ del actual Gobierno, se pierde mucho. Dejando a un lado la obviedad de que el tal Gobierno es absolutamente legítimo, cabría preguntarse si lo que es ilegítimo de verdad es todo ese ruido desatentado que lamina la indispensable crítica inteligente.