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Desde que a los Beatles les dio por conectar con su parte más espiritual e introdujeron –quizá sin saberlo– las filosofías orientales en Occidente, llevamos cincuenta años asimilando, mestizando e inventando conceptos de estilo hippy para mejorar nuestra existencia. A nuestros abuelos todo eso les habría hecho reír, porque estaban deslomados de tanto trabajar, y su máxima aspiración –o la única– era salir adelante un día más. Por eso me hace gracia encontrar chorradas nuevas de este tipo casi a diario (y para más inri, con ridículos nombres en inglés). Ahora los medios de comunicación tratan de convencernos de que abracemos el mindful eating, por así decirlo, la forma consciente de alimentarse. Y vuelvo a los abuelos. Todavía vive esa generación nacida antes de la Guerra Civil, que sobrepasa los noventa años y ha disfrutado de una salud de hierro y de unas ganas de vivir envidiables. Padecieron las penurias de la guerra, la larguísima y deprimente postguerra, con toda clase de carencias y necesidades, cuarenta años de dictadura, con su atraso y su aislamiento internacional. Todo eso no solo afectó a su modo de pensar y de actuar, también a su alimentación. No digamos ya si nos retrotraemos a la generación anterior, la de sus padres. Jamás oyeron palabrejas como esas, mindful eating, ojalá hubieran tenido que preocuparse de ser conscientes de su alimentación, en vez de pelear por sobrevivir al hambre y las enfermedades mortales, entonces abundantes. Comían lo que había: legumbres, verdura, fruta, muy poca carne, algún huevo y, si había suerte, bacalao. Han vivido casi cien años. La tontería del mindful eating se cura rápido: come como tu abuela, verás qué sano y longevo te vuelves.