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A ndan los nietos del dictador en pleitos para recuperar algunos de los enseres que permanecían en el pazo de Meirás, donde el abuelo pasaba los veranos más fresquito, en el palacete que fue de Emilia Pardo Bazán y que ahora pertenece al Patrimonio Nacional. Se trata de 564 objetos, desde muebles hasta documentos, que la familia reclama y, de momento, se quedan donde están. Cuando cuestiones así salen a la palestra se me revuelven las tripas. Parece que ya estamos todos de acuerdo –bueno, aún quedan cuatro nostálgicos del pasado que no terminan de extinguirse– en que lo de Franco fue un golpe de Estado y una dictadura, que terminó solamente con la muerte del golpista. ¿Qué clase de transición democrática es aquella que deja que la familia del dictador siga gozando de títulos nobiliarios inventados, de casas arrebatadas a otras familias, de riquezas, empresas y privilegios conseguidos únicamente por la fuerza de su tiranía? Nuestra supuesta democracia va camino de cumplir cincuenta años, ya llevamos más tiempo de libertades que de dictadura y, sin embargo, se siguen consintiendo asuntos de este tipo. Demasiado estamos tardando en cercenar de una vez por todas la metástasis de aquel cáncer que devoró el país durante décadas. El retraso económico, social y democrático que arrastramos viene de entonces. Ya es hora de revertirlo para convertirnos en plenamente europeos. El pazo de Meirás es una minucia, no digamos los trastos que en él se han quedado. Hay mucho, muchísimo más que arrebatarle no solo a esa familia, sino a todas las que se enriquecieron por su proximidad y complicidad con un régimen criminal.