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Me pregunto cómo alguna vez pensamos que en este país iba a ser posible alcanzar un pacto educativo. Por desgracia, la deriva política y social nos conduce a la conclusión opuesta, pese a la tenacidad de algunos en intentar sacarnos de esta diabólica espiral de estulticia. Confieso mi frustración en ese sentido. Incluso cuando creíamos que en Balears el pacto era posible, los partidos políticos se encargaron de demostrar que allí estaban ellos para dar al traste con todo el trabajo de la sociedad civil.

La reacción provocada por un incidente escolar sin la menor importancia se ha convertido en los últimos días en asunto de máxima audiencia en las redes, los medios y los partidos políticos. En último lugar, claro, el derecho de los menores a su formación integral. Algunos padres han olvidado que los valores que les transmitimos con nuestras acciones son mucho más importantes que los discursos que les endosamos.

Unos tipos que se rasgan las vestiduras por la anunciada derogación del delito de sedición no tienen rubor alguno en alentar a sus propios hijos a desobedecer colectivamente el poder legítimo, que en una escuela reside en los profesores y el equipo directivo.

Es absolutamente secundario si la docente en cuestión gestionó la situación de la mejor manera posible o si existían alternativas más conciliadoras –eso le toca analizarlo al centro, no a los políticos–, lo importante es que la profesora actuaba investida de la auctoritas que le otorga su condición, lo que supone que primero hay que obedecer y, si acaso uno está en desacuerdo con lo decidido, acudir al canal correspondiente con la queja. Si hay que pulir determinadas cuestiones, repito, es una cuestión interna del colegio, a lo sumo, en diálogo con las familias y los propios alumnos.

La Salle de Palma es, por derecho, uno de los centros más prestigiosos de nuestra comunidad y su institución titular lleva dedicada a esta actividad desde hace más de tres siglos. Es evidente, pues, que ha vivido acontecimientos traumáticos de toda clase a lo largo de ese tiempo. Lo que probablemente nadie esperaba es que un mundial de fútbol, en combinación con el escaso seso de algunos padres, y la rastrera utilización de la bandera como pretexto, provocara tan disparatada sucesión de acontecimientos.

Lo del señorito de Vox y sus soflamas patrioteras resulta patético. Lo único que evidencia Jorge Campos es un odio visceral a todo aquello que tenga que ver con la lengua y la cultura de las Islas, porque si el episodio no hubiera involucrado a la profesora de Catalán, evidentemente nada hubiera trascendido. Pero ya se sabe que quienes hablamos, escribimos o enseñan esa lengua –tan española como la castellana– somos sujetos peligrosos predispuestos a la secesión.

Vox y sus acólitos parecen estar siempre preparados para invadir Polonia y envolverse en una bandera de la que buscan apropiarse, pese a ser patrimonio de todos. Obviamente, no acepto lección alguna de españolidad de estos exaltados, que hacen un inmenso daño a las opciones de alternancia política, pero tampoco me gusta un pelo el indisimulado intento de los del otro extremo –Més y Podemos– de sacar rédito de la situación, cuando ambos llevan años intentando acabar con la escuela concertada católica.