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Parece que hay mucha gente que no distingue unas situaciones de otras y tiende a adjudicarse el penoso título de víctima para rascar un poquito de atención pública. Lo del otro día en el Congreso de los Diputados no fue violencia política, fue violencia machista. Jamás esa señora (por ponerle apelativo) de Vox habría dicho la barbaridad que dijo sobre Irene Montero si su interlocutor hubiera sido un hombre. Y eso es machismo.

Los de la bancada opuesta se apresuraron a decir que los podemitas a menudo lanzan exabruptos contra la extrema derecha, como llamarles nazis, fascistas y cosas así. Eso puede ser violencia política, aunque se disculpa cuando el adjetivo es correcto. Es decir, a un nazi se le puede llamar nazi y no en calidad de insulto, sino de descripción. A un fascista, lo mismo. Y, de hecho, quienes militan en ese espectro ideológico deberían sentirse halagados y no insultados cuando se hacen acreedores de esas palabras que les definen a la perfección. Otra cosa es el machismo, la chulería, la actitud de matón de patio de colegio, que es lo que se ve últimamente en el Hemiciclo.

Decían algunos –los que creen en esas cosas– que el Parlamento es un lugar sagrado, que representa la soberanía popular, es decir, a todos los españoles y blablablá. Mal vamos si es así. Más parece una plaza de pueblo cuando se celebran fiestas alcohólicas. Desde que la extrema derecha pulula a sus anchas en las instituciones, las formas se han perdido. Ríete de la extrema izquierda, que siempre ha tenido fama de mal vestida, mal peinada y mal hablada. Hemos llegado a un punto en el que Gabriel Rufián, portavoz del independentismo catalán, es una de las figuras más elegantes –en el vestir y en su oratoria– del corral. Quién lo hubiera dicho.