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La iniciativa del PP para que la toma en consideración de la proposición del PSOE y de Unidas Podemos para la reforma del delito de sedición se hiciera por llamamiento perseguía un objetivo: que los diputados socialistas se «retratasen», que dieran la cara y no se emboscaran en la penumbra que facilita la votación electrónica. Pero estaba condenada al fracaso. Aunque hubiera sido formidable y habría constituído una agradable sorpresa que algunos parlamentarios se atrevieran a romper la disciplina de partido mostrando independencia respecto de la obediencia lanar a la que nos tienen acostumbrados los parlamentarios en España. A diferencia de lo que sucede en el Reino Unido, aquí el que se mueve no sale en la foto. Es un hecho lamentable porque si bien se mira, priva a los votantes de una representación plena en el Parlamento. Y porque la política la hacen y deshacen los sanedrines de los partidos cuando no expresa la voluntad de un solo individuo. Lo hemos podido comprobar durante el mandato de Pedro Sánchez al frente de la secretaria general del PSOE. Los sucesivos volantazos políticos dados por Sánchez a lo largo de los años que lleva como presidente del Gobierno han convertido al Partido Socialista en obediente correa de transmisión de sus decisiones. Sin debate interno alguno acerca cuestiones muy relevantes. Por ese camino se ha ido desvirtuando la función de los diputados. Relegados, en la práctica, a la triste tarea de asentir lo que viene dispuesto desde arriba. Es perverso a la par que descorazonador que ante un hecho tan trascendente como la propuesta para suprimir el delito de sedición –que es uno de los recursos punitivos de los que dispone el Estado de derecho para defender el ordenamiento constitucional– en el Congreso no se haya abierto un debate capaz de reflejar la trascendencia de semejante reforma.