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El 23 de enero de 1977, Arturo Ruiz García (militante izquierdista) moría en Madrid por disparos de un ultraderechista en una manifestación pro-amnistía. Al día siguiente, el 24 de enero, un comando ultraderechista asesinaba a los abogados laboralistas de la calle Atocha, dejando en total cinco muertos y cuatro personas gravemente heridas. Ese mismo día, la joven estudiante Mari Luz Nájera moría por el impacto en la cabeza de un bote de humo disparado por la policía durante la manifestación de protesta por la muerte de Arturo Ruiz. Ese mismo día también, los GRAPO secuestraban al teniente general Villaescusa y en esos días, llevaba más de un mes secuestrado por los GRAPO, Antonio Oriol, Presidente del Consejo de Estado.

En ese tiempo, ETA asesinó al concejal de Irún de Alianza Popular, Julio Martínez Ezquerro y al inspector de la policía armada, José Manuel Baena Martín.

No sé cómo sobrevivimos a tanta sangre y a tanta barbarie. Pero lo hicimos. Cinco meses después, se celebraron las primeras elecciones democráticas en nuestro país y el pueblo se pronunció masivamente por los partidos moderados y relegó por igual a comunistas y tardo-franquistas.

Sobrevivimos porque fuimos valientes, porque preferimos la reconciliación al revanchismo. Demasiada sangre derramada en el pasado, demasiado odio y cainismo en nuestra historia para volver a caer en el abismo, tras la muerte del dictador. Aquellos que llaman despectivamente a la transición, el ‘régimen del 78’ deberían recordar que Franco no fue derrotado, murió en la cama a los 82 años. La inmensa mayoría del pueblo español se había acomodado al régimen sin rechistar.

Hubo que desmontar el ‘sistema’ y no había manual al uso para pasar de una dictadura a la democracia. Hubo generosidad, paciencia y sentido del país y del Estado. Algunos pretenden que el Código Penal haga ahora lo que no hizo la población española durante 36 años, derrocar al dictador.

La reflexión me ha venido al hilo de la exhumación de cadáveres de las fosas, alguna muy significativa en Mallorca. Nunca podremos hacer justicia. En cambio, tenemos obligación de buscar la verdad. Las familias de los represaliados y ejecutados tiene derecho a saber dónde se encuentran los restos de sus padres o abuelos. Todos. Pero no nos tiremos los muertos a la cara por saber la verdad. Sobre todo, no glorifiquemos el pasado remoto mientras negamos el honor a los valientes artífices de la democracia que disfrutamos hoy.