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La inteligencia emocional sigue de moda. Y lo está porque se ha descubierto que la inteligencia fría, pura y dura, sin mezcla de una buena educación afectiva, queda muy pobre. Educar es sacar lo mejor que una persona lleva dentro. Es convertir a alguien en persona. Conseguir que alcance la mayor plenitud posible. Educar es seducir con valores que no pasan de moda. Educar los sentimientos es una tarea de artesanía psicológica. Pastorear el mundo afectivo es sumergirnos en la oceanografía de la intimidad. Los sentimientos son estados de ánimo positivos o negativos, que nos acercan o nos alejan del objetivo que aparece delante de nosotros; no hay sentimientos neutros, el aburrimiento está muy cerca de la melancolía; y la indiferencia muy próxima al desprecio. Los sentimientos son la vía regia de la afectividad, su principal representante. Hacen de intermediarios entre los instintos y la razón. Todos los sentimientos son como una moneda de dos caras, positivo y negativo: alegría-tristeza, amor-odio, paz-ansiedad, felicidad-desgracia y así sucesivamente. La educación emocional empieza por conocerse a uno mismo. Saber las aptitudes y las limitaciones que uno tiene; las cosas para las que está dotado y aquellas que no sabe manejar. Si uno se sabe tímido, tiene que luchar por adquirir habilidades en la comunicación interpersonal. Si otro se siente inestable en lo emocional, tiene que poner los medios para tener más equilibrio psicológico. Y saber que el amor tiene un alto porcentaje de artesanía psicológica. No debemos olvidar la empatía, ese saber ponerse en el lugar del otro y entender qué pasa por su cabeza y su corazón. El reto es saber aunar la cabeza y el corazón, argumentos y sentimientos, tierra y mar.