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Escribo estas líneas tras visitar un barrio de una ciudad francesa en el cual tal vez ni un diez por ciento de sus habitantes habla el idioma o practica las costumbres del país. El bullicio multicultural de Víctor Bach St Louis, en Lyon, es tan dinámico y envolvente como extraño a Francia. He tenido sensaciones similares en Gran Bretaña, Alemania y, por supuesto, España.

Cuando uno viaja a un país lo hace para sumergirse en su cultura, la que es propia del lugar. Sin embargo, puede llegar a ser más magrebí una ciudad francesa, más paquistaní una inglesa, más turca una alemana, que las originales. Y nada locales.

Es verdad que los cambios son consustanciales a las estructuras sociales. De hecho, las sociedades están en constante transformación. Lo único realmente novedoso de lo que ocurre hoy en Europa, sin que medie una catástrofe o una invasión, es su velocidad. Las migraciones en el pasado eran lentas y dejaban tiempo para la asimilación. Hoy, en cambio, el inmigrante llega y en una década puede haber creado su ghetto, dentro del cual habla su idioma, mantiene su cultura alimentada por los medios de su propio país, y vive ignorando la idiosincrasia del espacio que le rodea. Los naturales del lugar se limitan a contemplar lo que ocurre.

La velocidad de estos cambios se traduce en que muchos europeos, ahora también incluyendo mallorquines, que han nacido y crecido en un entorno, en una cultura, con unas tradiciones y costumbres, llegan a la madurez sumergidos en un medio diferente, no necesariamente peor o mejor, sino diferente. Que esto les ocurra a los que emigran va de suyo, que le suceda a quien está viviendo en el mismo sitio que le vio nacer, es más difícil de admitir. Que todo este cambio tenga lugar sin que haya mediado una consulta es chocante. A mí, por supuesto, me parece bien que la transformación urbanística de una ciudad sea sometida a debate, pero nunca nadie nos consulta sobre la pérdida de identidad que podemos vivir en situaciones así; en veinte años, el barrio, el pueblo, la ciudad en la que uno nació puede cambiar profundamente, sin haber podido objetar.

Frecuentemente, recordar esta extraña situación da pie al insulto de «racista», con lo que supone de cancelador y excluyente. Opinar sobre cómo gasta el dinero el municipio se denomina «participación» y recibe el aplauso general, pero cuando hacemos preguntas sobre la transformación demográfica de nuestro barrio es racismo. Racista, sin embargo, debería ser quien considera inferior o indigno a quien pertenece a otra raza o cultura. Por supuesto hay gente racista, intolerante y encerrada en sí misma. Pero también hay quien admira y aprecia otras formas de vida, respeta y estima otras culturas –o, al menos, no las rechaza– y sigue teniendo la sensación de haber perdido algo cuando de pronto su carnicería es halal, el restaurante de la esquina ofrece cuy asado, el día del santo patrón de su pueblo o ciudad nadie parece haberse enterado, y el nombre más común en los registros civiles es Hassan en lugar de Tomeu. Demasiadas novedades y alteraciones para quien no se ha movido ni de su casa ni de su barrio. Incluso adorando lo extranjero, incluso dando la bienvenida a toda esta revolución, tal vez deberíamos comprender que a estas personas les quede un recuerdo melancólico por ese pueblo, ese barrio, esa ciudad que era y ya no es.

Alguno hasta se preguntará si al menos en el futuro habrá un barrio típicamente mallorquín en un lugar del Magreb o de Shanghai, para visitar con los nietos. Aunque probablemente eso sería llamado colonización, dado que se trata de la trasposición arrogante de una cultura que se considera a sí misma superior sobre otra. Es, por tanto, intolerable.

A su modo, el turismo, cuando es masivo como ocurre en Baleares, tiene el mismo tipo de impacto. Sin embargo, que su presencia sea estacional, que no afecte al sistema educativo, que en invierno se reduzca y que, en cierta medida, pueda convivir en paralelo con la vida local habitual, son atenuantes. No obstante, la mayor diferencia es que al turismo se le puede cuestionar. Es menos impactante, pero si pintamos «tourists go home» nadie habla de racismo.

Definitivamente, somos raritos. O, dicho de otra forma, tenemos problemas para debatir sin condicionantes previos. A veces, los anti-estigmatización también están estigmatizados.
Hace unos días escuché en Palma una brillante conferencia de Sami Naïr, el político francés de origen argelino, que cree que África y Oriente Medio, más jóvenes, terminarán inevitablemente por invadir nuestra Europa rica y decrépita, lo cual sólo podría suavizarse propiciando una mejora de calidad de vida en los países de origen. A estas alturas, perder lo que siempre hemos sido parece cuestión de tiempo, y no de mucho. Lo que a mí más me incomoda no es eso sino tener que hacer como que no nos damos cuenta. Que jamás –¡jamás!– el Parlament balear haya debatido este asunto revela cómo lo políticamente correcto nos bloquea. Y quien no es capaz de debatir, de analizar, de intercambiar puntos de vista diversos, de discrepar en paz, en realidad es que no está muy avanzado.

A ver si no será que somos aún bastante primitivos, por más que tengamos Internet.