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Hace unos días, la prensa de Palma contaba cómo centenares de personas se aglomeraban a las puertas de varios comercios, en algunos incluso desde antes de su apertura, ávidas por comprar. La súbita acumulación de clientes no se debía a la llegada a la isla de un producto ansiado, como un nuevo iPhone, sino a que el Ayuntamiento de Palma, no sé bien si con o sin el Govern, puso en marcha el segundo reparto de bonos de descuento. Básicamente, se trata de bonos con una capacidad de compra de treinta y cinco euros que se venden a quince. Se pueden acumular hasta ocho por persona y son válidos en el pequeño comercio, aquel que tiene menos de veinticinco empleados. En otras palabras, duros a cuatro pesetas o, siendo preciso, a dos pesetas. Equivalen a un descuento del cincuenta y siete por ciento sobre el precio del producto. Un chollo.

Las imágenes que, en versión civilizada y desinfectada, hacen recordar las aglomeraciones de pobres cuando llegan los camiones de la ayuda humanitaria al ‘tercer mundo’, son engañosas. No es cierto que en Palma haya un estado de necesidad angustioso, porque estos bonos no discriminan entre pobres y ricos sino entre votantes o no, o sea si están o no empadronados en el municipio. De hecho, no eran colas para comprar alimentos básicos sino más bien para darse un lujo de esos que no podemos permitirnos cada día.

Un periódico de Palma tituló: ‘Éxito de la segunda oleada de los bonos de descuento’. Para mí, la noticia habría sido que regalar dinero, que es de lo que se trata, no fuera un éxito. No es fácil fracasar regalando dinero. Hasta Hila triunfa.

Viendo esto, yo me pregunto si no sería oportuno profundizar en la fórmula: por qué dejamos que cierren las fábricas si el secreto es pagarle a los consumidores para que compren esos productos. Esta ingeniosa fórmula podría devolver a Europa la capacidad manufacturera que huyó a China. Podría hacer reabrir las fábricas de zapatos de Inca, de botas de Llucmajor, la de grifos de Binissalem, o hasta la Pepsi de sa Cabaneta.

Nuestras patronales celebran la iniciativa; son partidarios del libre comercio, excepto para ellos. Ahora entiendo por qué piden a Europa que les puedan subvencionar sin incurrir en las ilegales ayudas de estado.

Francamente, yo me pongo en el lugar de Carrefour, Alcampo, Lidl, Mercadona, Zara o El Corte Inglés y me prepararía para largarme. ¿Qué sentido tiene competir, si el rival parte con una ventaja de más del cincuenta por ciento en sus precios? Y si fuera un fontanero o taxista o abogado me preguntaría por qué hay ayudas para unos y no para otros, cuando tanto los clientes de unos como los de otros son votantes.

La ideología de nuestros partidos políticos se ve sobre todo en sus omnipresentes silencios. ¿Ha escuchado usted alguna crítica a este regalo para que nos demos un lujo con carne argentina de primera, caviar del bueno, cerveza artesana o una novela rarísima? Regalar dinero es un disparate que sólo se vuelve impopular cuando ya no queda dinero para repartir. Hasta que eso ocurra, aún faltan varias elecciones. Mientras tanto, que dure la fiesta.

Los que acudieron desesperadamente a comprar lo hicieron, como es obvio, por precio. Este es el cliente menos fiel: volverá a las grandes superficies después de las elecciones.
Extrañamente y pese al éxito cosechado por Palma, y que imagino también se repite en el resto del archipiélago, no conozco ningún otro país del mundo que nos imite. Qué patético Amancio Ortega que estuvo trabajando como un condenado durante años para crear una fórmula ingeniosa para captar a los clientes o Juan Roig, que hizo de Mercadona un tipo de supermercado irresistible: en Baleares no os necesitamos, tenemos nuestro propio secreto comercial, instantáneo y gratis porque funciona con un dinero que no es de nadie. Ahora entiendo que nadie quiera bajar impuestos. Prefieren usarlos para comprar votos.

Para mí lo peor de este regalo es la indignidad. Es humillante que los políticos nos regalen un dinero que es nuestro. Es ofensivo ver cómo se compra lo innecesario porque es barato, cómo todos olvidan a los verdaderamente necesitados. Cuando salen a la superficie esas ansias de hacerse con unos pocos euros siento vergüenza.

Hablemos claro: la política balear hasta ahora compraba votos con obras innecesarias, ostentosas, ‘emblemáticas’. Eso era antes: ahora pasamos directamente a entregar el dinero en mano al votante. ¿Dónde está ahora el valiente que acaba con este disparate? Salvo en el improbable caso de que los beneficiarios cojan el dinero y voten como siempre, lo cual no dejaría de ser indigno