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Todos somos, en mayor o menor medida, trans. No específicamente transexuales, que eso lo son sólo los que se aventuran a cambiar de género por no sentirse identificados con el sexo que les asignó la naturaleza, pero sí trans en otros aspectos o en todos y por las mismas razones. Dicho de otra manera: quisiéramos otro yo distinto del asignado (por la biología, la genética...), en la seguridad o en la esperanza de que ese otro sería el nuestro verdadero. El conflicto generado en las filas del feminismo militante entre las partidarias de la ley trans que impulsa Irene Montero y las adversas a ella, capitaneadas de algún modo por Rosa Calvo, sugiere dos visiones radicalmente distintas de la mujer, de en qué consiste ser mujer, en el seno de dicho movimiento. Hay más visiones, seguramente tantas como mujeres hay, pero estas dos enfrentadas que ha suscitado la ley que reconoce la libre determinación de género a cualquier edad y por el mero deseo, desvela un asunto del máximo interés del que, lamentablemente, fuera del radio feminista nadie se está enterando de nada o se está haciendo un lío con lo que se va enterando. El expresidente Rodríguez Zapatero, fiel a su tradicional buenísimo, ha querido aproximar posturas y cerrar la escisión asegurando que la ley, cuya aprobación ha sido retrasada por las enmiendas de última hora del PSOE, no va contra el concepto de mujer de las adversas, sino que es sólo, como si dijéremos, una cosa moderna, de las de hoy en día. Se agradece la aportación de Zapatero, pero las posturas siguen enfrentadas, si es que no más si cabe: para Montero y las partidarias de su proyecto de ley, cualquier persona, aún la de más tierna edad, puede cambiar de género cuando quiera, sin que pueda estorbar nadie su decisión, en tanto que para las contrarias a semejante longanimidad normativa, ser mujer no puede ser, así como así cualquiera.