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Solo tenía 24 años y apenas tiempo para destacar en nada en la vida y, sin embargo, ocho décadas después de su muerte todavía se la buscaba. Aurora Picornell fue mucho más que una joven costurera comunista, su final atroz la ha convertido en símbolo. De una juventud combativa, con deseos de cambiar lo feo del mundo, de la valentía de gritar ante tus verdugos aquello que no querían oír, de una belleza, una salud y una fuerza contestataria arrebatadas por la violencia más abyecta. A esos perros inmundos no les bastó con pegarle cinco tiros –tres en la cabeza– ante la fosa que se convertiría en su tumba anónima durante tanto tiempo. Dicen que antes la habían violado. Y el mismo destino negro siguieron su padre, dos de sus hermanos y su marido. Querían, necesitaban, acabar con ella, con su voz, con su energía arrebatadora, con su conciencia de clase y de género. Cuestiones que hoy parecen formar parte del pasado, de la historia. Nuestros jóvenes apenas levantan la voz, nadie se moviliza, la parálisis ideológica es patológica.

Picornell recorrió Mallorca desde la adolescencia para señalar a los empresarios que explotaban a sus trabajadores, a los 16 publicó su primer artículo político en la prensa comunista, nunca dejó de aprender, de denunciar, de preocuparse por el bienestar de los obreros. Ese afán por levantar la voz contra las injusticias y los abusos la puso en el punto de mira. Anteayer, al identificarse sus restos, la presidenta de Memòria de Mallorca, Maria Antònia Oliver, dijo que «sus asesinos han desaparecido y Aurora ha vuelto». Pero yo me temo que sus asesinos, o los nietos, bisnietos y herederos de la ideología fascista, siguen aquí, entre nosotros. Y todavía ladran. Cada vez más alto.