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El cine ha forjado la idea de la ciudad sin ley como aquel lugar en el que las diferencias se resuelven a tiros y únicamente prevalecen los códigos de los más fuertes. Con ese título David J. Burke estrenaba en 2005 una historia sobre una compleja trama de corrupción policial, que a pesar de contar con actores como Morgan Freeman o Kevin Spacey, se quedó en obra menor. El surcoreano Kan Yoon sung, en 2017, recreaba la lucha entre bandas chino coreanas. La relación de propuestas con el trasfondo de la ausencia de ley, como expresión máxima de civilización, el común consentimiento de la ciudad, en pulcra definición de Aristóteles, sería interminable. El cine del Oeste ha dejado muestras inscritas en la categoría del mito.

No es el caso de Palma. La ciudad está sometida al imperio de la ley, aunque proliferan situaciones en las que su cumplimiento no sea precisamente modélico. Los asaltantes de la propiedad privada han descubierto ahora las oficinas de antiguas sedes bancarias cerradas y el caso de la situada nada menos que frente al cuartel de la Policía Local de Palma pone de manifiesto el grado de impunidad en el que pueden desenvolverse los okupas para desesperación de los vecinos que asisten, impotentes, a la grave perturbación de su entorno cotidiano.

Lugares como la Estación Intermodal de Palma, en la Plaça d’Espanya, o los alrededores de determinadas discotecas en polígonos industriales son escenarios de feroces agresiones o peleas las más de las veces multitudinarias. Las informaciones sobre actos de extrema violencia contra las personas se han convertido en tan habituales que ya casi ni llaman la atención. Sin ánimo de exhaustividad, en estos últimos meses, los actos de naturaleza violenta en Andratx, Porreres, Son Gotleu, Son Ferriol, incluso un joven muerto en Cala Major, nutren esta descorazonadora crónica negra; y mucho más por la particularidad de la juventud de los protagonistas, en muchos incidentes integrantes de bandas que todavía no alcanzan el nivel de peligro de Barcelona o Madrid, pero van camino de parecerse de no poner coto a la escalada. Quizá los psicólogos y los educadores puedan explicar tales procesos de degradación con base a la pérdida de valores, la banalización de las normas mínimas de convivencia o la negación de la cultura del esfuerzo como resorte de progreso personal, pero lo cierto es que, entretanto, se resiente la tranquilidad con la que el ciudadano tiene derecho a pasear por su calle.

También los excesos en zonas urbanas donde predominan los locales de ocio –desfase en la terminología actual– apuntan a la vulneración de las regulaciones municipales, y ensuciar las aceras que luego se limpian poco y mal, o prescindir de las limitaciones de velocidad de un tráfico caótico. Las autoridades municipales son rápidas a la hora de trasladar la responsabilidad a los ciudadanos y quizá tengan parte de razón, que no excusa, en ningún caso, la desidia en la prestación de los servicios que son de su estricta competencia.

Más pronto que tarde, por la proximidad de las elecciones, el alcalde José Hila, si finalmente repite como candidato, comprometerá soluciones a las carencias de Palma, junto con ampulosas proclamas sobre modelos de ciudad. Sin embargo, las reservas de crédito se han agotado.