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Para mí también es sorprendente que Rusia, apenas seis meses después, esté abandonando Ucrania con el rabo entre las piernas. Habiendo tenido todo el tiempo del mundo para prepararse, que Moscú, una superpotencia militar, fracase al invadir un país irrelevante es increíble. Aún más interesante es la enfermedad que este desastre evidencia en la sociedad rusa. Las fuerzas armadas de Putin mantienen la tradición de no decirle la verdad al jefe, para no enfadarlo. Lo tremendo es que hasta el líder supremo termine por creerse las mentiras que exige a sus subalternos, para mayor gloria de su régimen. Una cosa es el relato y otra es salir al campo de batalla, como si aquello fuera un ejército y no una pandilla de borrachos. Esto viene de lejos: Rasputín hacía ciudades de cartón piedra para los zares y los subalternos de Stalin impidieron el auxilio médico al líder ocultando su situación por miedo a las represalias si se recuperaba. Tras tantos años sin entrenamiento, no queda nadie en toda la sociedad rusa que sea capaz de hacer críticas constructivas ni, peor, que quiera oír la verdad. Chernobil podría perfectamente volver a ocurrir. No han aprendido nada.

Lo peculiar de Rusia no es la farsa sino que su alcance sea universal. Porque esto de que el jefe quiera escuchar sólo elogios o de que haya subalternos dispuestos a falsear la evidencia para caer bien no es privativo de Rusia sino del ser humano. Son más los que se sienten cómodos en la ficción que los que quieren escuchar verdades dolorosas. Yo conozco muchos Putin en Mallorca. Incluso soy amigo de varios, excelentes personas si uno está dispuesto a reconocer sus valores ilimitados.
He trabajado en empresas en las que el jefe convocaba a su equipo, pero al menor indicio de crítica amenazaba con despidos. En nada aprendimos a adivinar qué quería oír para decírselo con otras palabras. Porque todo el mundo quiere sobrevivir. Y hasta ascender. He participado en reuniones de sesenta personas, con formación al máximo nivel, en las que escuchábamos discursos fantásticos de la dirección, mientras por whatsapp medíamos el abismo que iba entre aquello y la realidad. En ruegos y preguntas, dependiendo del humor, siempre intervenía alguien para redondear el autobombo y llevar los límites hasta el absurdo.

Hace años, el responsable de un medio de comunicación de Palma, en declive indiscutible, me explicaba que no buscaba audiencia en términos cuantitativos sino cualitativos. Lo primero era constatable, lo segundo subjetivo, de manera que nadie jamás iba a tener que responder de lo que terminó siendo el hundimiento de un proyecto. Tengo muchos conocidos que trabajan en el mundo de la asesoría de imagen y marketing o en la planificación estratégica. Muy frecuentemente se topan con estos Putin que pagan lo que sea para que les digan que las cosas van fantásticamente. Algunos aceptan cobrar por dar un mensaje falso, aunque la verdad es que la mayoría prefieren abandonar al cliente a su suerte. Nuestro empresariado tiene ejemplos brillantes de directivos flexibles y adaptables pero, desgraciadamente, no son la mayoría. Hay una abundancia de personajes caducos que viven en la rutina y que no soportan que nadie les apunte sus errores.

Si esto ocurre donde el Putin de turno se juega su dinero, imaginen en política, donde todos se creen Churchill. Nadie como José Ramón Bauzà, que jamás aceptó en su entorno una voz disonante. Así acabó –no me refiero a que cobre hoy uno de los mejores salarios de la política, sino a que es la rechifla de todos–. Bauzà no es el único Putin de nuestra política: siendo casi todos malísimos, saben que la única verdad auténticamente incómoda es la que habla de ellos mismos. En cualquier caso, hay que admitir que esto ocurre por la existencia, incluso la proliferación, de quienes están dispuestos a decirle al jefe lo que quiere escuchar. Algunos nacen con dotes extraordinarias para adular. Conozco perfectos incompetentes ocupando cargos de relumbrón con el único mérito de decirle al jefe que canta como Pavarotti y piensa como Einstein. Incluso en público, ya que estamos. He llegado a ver un ejecutivo iniciar una intervención ante su jefe en un sentido y, viendo la cara del receptor, cambiar el discurso para terminar defendiendo lo opuesto. Y todo en dos o tres minutos, ganándose el aplauso que merece el contorsionismo extremo. Desde luego, somos así: unos un poco babeantes, otros más bien babosos. Es la naturaleza humana. Sólo que siempre deberíamos preservar un cierto espacio para los datos, para la evidencia, para la crítica. No se trata de enterarse de que no tenemos ejército tras empezar la guerra.