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Tengo la sensación de que las mujeres que nos gobiernan fueron a colegio de monjas y se quedaron obnubiladas cuando venían las misioneras con sus historieras sobre países exóticos y gente necesitada. Lo deduzco por ese afán enfermizo que tienen de hacerse pasar por monjas de la caridad o por mamá Noel con el saco cargado de millones para repartir entre los desarrapados. No son conscientes –o no quieren afrontar algo tan tremendo– de que ellas están en la cumbre del poder precisamente para cambiar las cosas. Para que deje de haber desarrapados o, si acaso, que sean una minúscula excepción. En vez de eso, de diseñar políticas –legislación, proyectos, planes– que tiendan a borrar del mapa la pobreza, la ignorancia, la injusticia y la desigualdad, se lanzan en picado al mucho más fácil recurso de repartir dinero. Que no es suyo, por cierto.

En otros lugares los derechos sociales se han conseguido a base de movilización social, disturbios, huelgas y, en ocasiones, violencia. Aquí no somos dados a esos alardes de pasión. Y así nos va. La pasividad, el ja va bé, el conformismo nos ha traído a esta situación: el Consell de Mallorca quiere lanzar al aire 22 millones de euros –que previamente nos ha sacado a nosotros del bolsillo– para ayuditas fragmentadas que llegarán a ¿cuántos? Y es que su presidenta, Catalina Cladera, reivindica «el papel de las instituciones públicas para ayudar a la gente».

Ese es el error. No queremos ayuda. Queremos derechos, dignidad, solvencia, estabilidad, seguridad. Todo lo que nos permita desarrollar el tipo de vida que deseemos. Con doscientos eurillos hoy, o mil el año que viene, no resolveremos nada si lo que sufrimos es temporalidad, bajos salarios, horarios interminables y precios desbocados.