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La foto fija de la España pospandemia es desoladora. Las estadísticas dicen que hay trece millones de personas en la cuerda floja, ahí es nada. Lo aterrador es que, de ellos, un tercio trabaja y uno de cada seis tiene estudios universitarios. Algo horrible ha ocurrido para que tamaña legión de personas esté pasándolo mal. Las últimas medidas que anuncia el Gobierno a bombo y platillo para suavizar el batacazo invernal que se nos viene encima suenan a chiste malo cuando se echa un vistazo a la realidad, desesperanzada para tanta gente. Hubo un tiempo en el que se decía que España era el undécimo país mejor situado del mundo. Hoy ocupamos el puesto 27. Seguramente habrá hoy más archimillonarios que entonces, pero la masa de desarrapados se ha disparado como nunca.

La desigualdad campa a sus anchas, como en tiempos pretéritos, que solo cambiaban de rumbo a fuerza de revolución. Nos han azotado muchas veces desde la llegada de la democracia y ya somos como esos perros apaleados que jamás cuestionan a su amo. Nos hemos vuelto sumisos, callados, contentos de poder ir al bar a tomar la cervecita y mirar el fútbol. A nosotros, que hasta nos escribían óperas para glosar la legendaria pasión, el carácter indomable, la rebeldía de la raza ibérica. Mucho ha llovido. Han proliferado las oenegés que en vez de pedir para el tercer mundo se ocupan de nuestro inframundo más cercano, el de los trabajadores pobres, el de los parados de larga duración, el de los pensionistas con ingresos míseros. Se preguntaban el otro día en Twitter qué es clase media y alguno respondía que con un salario anual que no alcanza los diez mil euros se consideraba clase media. ¡Por Dios! Hemos perdido hasta la dignidad de clase.